sábado, marzo 17, 2012

ah si

Tengo un blog!! solo pasaba para que no me lo cierren :D

jueves, octubre 22, 2009

Génesis (Cuento)

Debía de tener unos cinco años la primera vez que noté al hombre parado bajo la lluvia.
Vivíamos con mamá en un pequeñísimo departamento, y como no teníamos televisión, nuestra mayor dicha era mirar por la única ventana de nuestro hogar.
Recuerdo la mano de mamá sobre mi hombro desnudo.
- ¿Es papá? – pregunté.
Ella me levantó con suavidad y me sentó en el comedor, sobre las revistas de tejido que compraba. Me hizo chocolate. Me acarició la cabeza. Dijo que yo no tenía papá. Las aletas de la nariz se expandían mientras hablaba. Mamá era muy bonita, pero las aletas de la nariz se le descontrolaban cuando hablaba.
Yo era un niño enfermo. No iba al colegio ni eso. Tenía enferma la piel. Sólo me bañaba mamá, con una esponja casi seca y con delicadeza. Yo era un niño enfermo.
No me dejaba salir con la lluvia. Mamá, digo. A mi encantaba la forma plateada que tomaban las plantas del jardín. El repiqueteo de las gotas contra el cristal. Ver a la gente correr. Dibujar mi nombre en la condensación del aliento soplado contra el vidrio.
A veces, encerraba al hombre parado bajo la lluvia en cárceles de barrotes transparentes. Lo desvanecía con mi respiración y luego, con la goma del lápiz, le hacía su celda. Arriba y abajo. Izquierda y derecha. Pensaba que así no se escaparía, y cuando terminara de llover podría salir a jugar con él.
Siempre escapaba. Hasta de mis complicados diseños de rombos y trapecios.
Mi madre me dejaba verlo siempre y cuando no preguntara nada.
Yo le llevaba mis autos para que diera un paseo.
Durante el invierno casi no lo veía. Días tristes los del invierno. Mamá cosiendo y cosiendo para afuera. Yo alistaba mis soldados en la comisión de bienvenida del Rey de las Tormentas. Pero él no venía en invierno.
Fui creciendo.
Mamá me enseñó a escribir y a ser más maduro. Mi enfermedad no cedía, pero al parecer yo era lo suficientemente grande como para saber que no debía salir de la casa. A eso se le llama madurar.
El incidente ocurrió a la semana de cumplir mis once años.
Lo vi llegar y todavía las nubes no terminaban de comerse al cielo.
Mamá tejía y llevaba sus lentes. Cuando tiene los lentes no debo molestarla.
Pero yo me sentía muy solo.
Muy solo.
Lo más cercano a un amigo era aquel desconocido que me acompañaba los días grises.
Me decidí. Iba a saludarlo y le preguntaría su nombre.
Los amigos deben saber sus nombres.
Levanté los codos del alféizar. Tomé la gorra que me ponía para mirar cuando había sol, y me la puse por arriba de las orejas. No iba a mojarme. No mucho.
Caminé hacia la puerta casi sin hacer ruido.
El picaporte estaba frío. No lo usábamos mucho en casa.
Lo giré e hizo clic.
- ¡No! – gritó mamá, y se levantó, con tanta mala suerte, que se enredó en sus lanas y cayó al suelo.
- ¡No! – dijo otra vez.
Se había lastimado, pero era mi oportunidad.
Abrí la puerta.
Una brisa húmeda me golpeó la cara.
El aire, afuera, olía como debe oler el paraíso. Al menos mi paraíso.
Inflé los pulmones con esa vida de lluvia cayendo sobre la calle. Cerré los ojos. En esos segundos, el extraño dejó de importarme.
Extendí las manos para atrapar el agua. Sentí que mi piel no sabía como atraparla. El mundo exterior se me escurría.
Entonces, me empujaron hacia adentro.
Caí aparatosamente hacia atrás y me golpeé la cabeza contra una silla de madera.
Abrí los ojos. Me dolía la nuca y todo destellaba violetas y naranjas. Amarillos también.
Y grises.
Allí estaba el hombre.
Él me había empujado.
Me miraba las manos, con los ojos bien abiertos. Respiraba rápido y me miraba las manos.
Yo hice lo mismo.
Sentí los brazos de mamá cruzándose sobre mi pecho.
Mis manos estaban marrones.
Marrones y escurriéndose.
No podía dejar de mirarlas.
Goteaban lodo hacia el suelo.
- Ponlo junto al fuego de la cocina. – dijo el hombre.
Mamá me llevó hacia allí. Él se quedó custodiando la puerta. El departamento es pequeñísimo, así que seguí viéndolo.
Mamá estaba espantada.
- Está muy solo. – le dijo al hombre, que ya estaba de espaldas a nosotros, marchándose.
Él se detuvo. La lluvia palmeaba su cabello negro, sus cansados hombros. La lluvia le daba un tinte plateado.
Se agachó, aún de espaldas, y hundió su brazo derecho en el jardín. Lo hundió hasta el codo.
Sacó un buen trozo de barro.
Y se marchó.

A veces lo vuelvo a ver. Ahora tengo televisor y la lluvia no es tan interesante como antes. Pero él está ahí si me asomo.
Me siento triste por el Rey de las Tormentas. Ya no podemos seguir nuestra amistad.
Es que mi hermana es tan pequeña, y me necesita tanto…

lunes, octubre 19, 2009

El arte perdido de mirar a las nubes(Cuento)

El arte perdido de mirar a las nubes




Se paró frente a la ventana, y sólo pudo pensar en una cosa.
Escapar, escapar, y escapar.
Bajó por las escaleras para evitar a los jefes y a los compañeros que a esa hora buscaban con quien almorzar: silencio, paz, recuperar el arte perdido de mirar a las nubes.
El mediodía lo recibió con una bocanada de vapor que se le pegó a los huesos, como escarabajos jugueteando entre su piel y sus ropas. Compró un jugo de naranja y un sándwich y caminó lo que faltaba hacia el parque. Eligió la sombra de un arce, y se sentó en la tierra. No se le ocurrió pensar en el traje.
Bebió cada trago estirando el cuello, absorbiendo cada gota como si fuera un néctar reservado para algún Dios, y comió con la fruición de la hora de descanso.
Cruzó los brazos tras la nuca, y se acostó en el suelo cuan largo era. El cosquilleo de una hormiga le recordó la falta de medias.
- Debes traer medias. No puedes venir sin medias. ¡Y que alguien te corte el cabello!
Sonriendo miró hacia el cielo.
Las nubes.
Por lo bajo y sobre la espalda del viento corrían unas pequeñas y blancas, esponjosas como el pan recién horneado; y más arriba, arriba hasta el cielo azul, las oscuras, las hermanas mayores, las malhumoradas hermanas mayores, discutiendo entre ellas.
La alarma de su reloj sonó. Quince minutos para volver.
- Tienes que estar a las dos en punto. Las dos y cinco no es las dos en punto.
Maldita sea, era tan difícil. Horarios, medias y cabellos. Tiempo y más tiempo. Todavía no te puedes ir. Necesito que vengas el domingo.
Y que mejor almohada que el cielo. Sus ojos bebían de él como si fuera un inabarcable manantial antiguo, y vaya si lo era. Cielo, nubes, el arte perdido, y más allá, tan acá, la paz perdida. No esa basura de dormir una noche con tranquilizantes, no la mentira de la última cuota del auto. Nada allá atrás, nada más verdadero que el cielo que no se le negaba a quien quisiera poseerlo. Amante desinteresado. Ahora le hacía el amor. Y las nubes venían, se acercaban, quién era aquel que las miraba de esa forma.
Apagó la alarma con un movimiento de muñeca.
Sus ojos se estremecieron al abrirse un claro y dejar paso a tímidos rayos de sol, que cual espadas en la caja de un mago atravesaban secantes el aire gris y se estrellaban en la tierra.
¿Qué importaba su nombre? ¿Quién era ante la majestuosidad escalofriante de la belleza indiferente? ¿Acaso importaba su nombre, su historia?
¿Acaso el sol no moriría de la forma más bella y en un tiempo tan lejano y ajeno como imprevisible?
El ruido de los coches se alejaba. Los insultos, los falsos profetas, las mentiras, las medias también y junto a esas cosas quedaban atrás todos aquellos que alzaban las manos ante el miedo, ante sus propios monstruos, ante lo que habían construido y que hoy se erguía amenazante y trataba de borrarlos de un manotazo: La Sociedad.
Bajó sus párpados, y se perdió en un rojo, en destellos naranjas y ocres de tanta luz bebida, en la caricia del viento que hablaba con las voces de los muertos.
Allí estaba, recordado y reclamado nada más que por algunos, avergonzado de lo que es, de lo que fue, de lo que será, de ser parte de un extraño ser monumental que lo necesitaba como a un hijo, pero lo despreciaba como a un insecto.
Y abrió los ojos, las nubes cada vez más cerca: llovería, pero que importaba, el agua sólo complicaría más las cosas, le mostraría la mugre de la ciudad, la hipocresía correría como sangre por las calles: una sangre oscura, inmunda, implacable.
Cada vez más, cada vez más el blanco, la pureza, la naturaleza, la belleza, la verdad tan evidente como la carta robada de Poe, la Vida inalcanzable y al alcance de todos, el calor del aliento de Dios, la jeroglífica llave hacia los sentidos.
Aspiró profundo las hebras que se desprendían del parque, pero era cada vez menos verde y cada vez más nube, más y más nube. Los brazos cruzados tras la nuca, y el cielo inabarcable, el cielo amante y el cielo atroz. El gran, gran sol, el rojo talón de quien ha caminado milenios ocultándose tras los conejos de algodón, los rostros de algodón, y él alquilaba un sótano porque no podía otra cosa y entonces el cielo se le negaba, las estrellas se le negaban. Y cada vez más y más cerca, sentía que si estiraba el brazo podría tomar un pedazo de nube y conocer su sabor, conocer cual era el gusto de la magia, el gusto de lo inmortal, el sabor del olvido.
Estiró el brazo, perezoso, los vellos del brazo acariciados por el viento, y en efecto ahí estaba, entre sus dedos, el pedazo atrapado de nube.
Miró hacia los costados, hacia abajo.
El parque era una diminuta mancha verde muy, muy lejos debajo de él.
Al caer sólo tuvo tiempo de aullar como un lobo herido, de pensar que lo negado, lo inasible, era el sabor más hermoso, más maravilloso que puede tener la vida.

domingo, septiembre 27, 2009

El ángel y el pantano(cuento)

El ángel y el pantano.


La vio descender como si fuera una lágrima en el rostro de la playa, la vio descender a los labios húmedos y abiertos del mar. Se quedó inmóvil, hamacado por la suave brisa de sal. La vio entrar al agua sin más, como quién no va a detenerse. ¿Y quién la detendría? ¿Quién podría prestarle la más mínima atención?

El jorobado se vio irradiado en los rasgos de la muchacha. Si para todos era fea, delgada, malformada, para él era la señal de un destino.

Anik había nacido quién sabe donde, lo que importa en esta historia es que un viejo pescador lo encontró flotando cerca de unos pantanos donde abundaban los cocodrilos, flotando en un pequeño canasto lleno de insectos y de barro, y el viejo, abrumado por una soledad que lo envolvía como una de sus redes, lo adoptó como suyo, y lo que era más importante, le dijo:

- Anik, si tuvieras que haber muerto, habrías muerto. La muerte no se lleva a los que tienen asuntos pendientes.

Y recordó tempestades, y tiburones, recordó sus expediciones a las ciénagas de cocodrilos.

El jorobadito lo miraba y babeaba, lo miraba y lo traspasaba, pero igual comprendía.

Y la niña descendía al mar.

Dejó su saca y su lanza(al parecer, ser el basurero de la playa era la única tarea que le permitirían realizar en su vida) y corrió hacia ella.

- ¡Eh señorita!

Ella tenía hundido medio cuerpo, los ojos en un punto del moribundo, infernal atardecer.

Anik se arrojó al agua, mojándose el gris uniforme que cubría su cuerpo obsceno, y la tomó por el hombro que estaba más alejado de la turgencia en su espalda.

La giró y ella no se opuso.

Su rostro, desproporcionado como el suyo, le pareció hermoso.

Anik trató de erguirse, lo que era poco más que imposible, trató de serenarse.

La miró a los ojos, a la profundidad de los ojos, y fue como zambullirse en un estanque frío y aquietado. La tristeza de ser diferente le había robado la alegría, y Anik se sintió ahogado en tanta melancolía.

No supo que decir.

Quería decirle que estaba bien, que estaba todo bien, que eran patitos feos, pero estaba bien, ya no estarían más solos, ya no tendrían que llorar por no encontrar otro patito feo en el estanque, quería decirle que el destino es así, puede llegar tarde pero llega, y que si ella tuviera que haber entrado a la boca del mar, él no hubiera estado ahí para impedirlo.

Sólo se escuchaba el rumor de las olas chocando contra sus cuerpos, contra sus maltrechos cuerpos.

Pero no podía articular palabra.

- ¡Usted! ¡Saque las manos de mi hija, monstruo!

Sintió el insulto como un aguijonazo traicionero, siempre era así, y el hecho de que se lo dijera el padre de alguien de su condición lo hería aún más.

- ¡Papá! – gritó la muchacha. - ¡Papá, él no...!

El padre venía hacia ellos dando grande pasos en la arena, como si fuera el dueño del mundo.

- Perdón... perdón, no sé que hacía – le dijo la jorobadita.

Ahora si miraba a Anik, lo recorría como quien se ve un espejo.

- Me llamo Luana. Ese es mi padre, el doctor Mawler. Te pido que lo disculpes.

- ¡Hija! ¡Ven aquí!

- Mi nombre es Anik.

- Anik... Yo... estoy de vacaciones, ¿sabes? Estas playas... No hay mucha gente...

Mucha gente que se espante quería decir. Mucha gente que se espante al ver el semidesnudo cuerpo malformado de una jovencita.

Anik vio su uniforme gris. Eran las reglas, él no las hacía. Si quería trabajar en la playa juntando basura, nunca, nunca debía ir con el torso desnudo. Reglas.

- ¡Hija!

Al parecer al padre no le gustaba llamar a su hija por su nombre. Era como cuando no quieres que te guste un perro: No le pones nombre, le dices perro y nada más

- Yo... muchas gracias Anik.

Se alejó dejándolo en el mar, aquel mar que abrazaba a todos por igual.

El sol se hundía como herido de muerte, y Luana se giró para verlo una vez más.

Y le sonrió.

Y esa sonrisa roja fue como si Anik hubiera estado mucho, mucho tiempo en la oscuridad y de repente se hubiera encendido una potente lámpara, como ver nacer una estrella en el oscuro abismo de los tiempos.

La vio subir al enorme hotel que se levantaba en esa playa alejada, hotel que con una habitación alquilada se aseguraba los gastos de un mes.

Luana era hija de padres ricos.

Darse cuenta de ello entristeció a Anik, y entendió algo: estaba enamorado.

Caminó envuelto en la incipiente noche que todo lo mordía, caminó flotando entre las gelatinosas nubes del amor y de la incertidumbre.

Recordó al padre de Luana, el bigote enorme en su cara, los gritos de monstruo, y suspiró, suspiró un dolor largo y que no conocía del todo.

Llegó a la casucha que compartía con el viejo cada vez más viejo, y se recostó sobre su catre.

- ¿Qué tienes Anik? – gimió el anciano, articulando cada palabra como si fuera la última que diría su voz gastada.

- Nada papá. Nada de nadas. No quiero más que dormir y que me lleve el Señor que te Cierra los Ojos.

- Anik... – dijo el viejo pescador, y se acercó al jorobadito y le acarició el abultado rostro. - ¿Te conté acerca de cómo te encontré?

- Muchas veces...

- Estaba en la bahía, sin pescar nada por semanas culpa del huracán. – el viejo parecía no escucharlo. – y al agacharme a recoger la red vacía otra vez, lo vi.

- El ángel – dijo Anik, y alcanzó a sonreír. Esa parte era su preferida.

- Si, el ángel, Anik. Y estaba volando sobre el pantano. – El viejo entrecerró los ojos, casi como si volviera a verlo. – Y miré alrededor y nadie lo había notado. Le grité al Relojero, y el miró al cielo y me miró confundido: “Es sólo el brillo del sol, viejo loco” me gritó. Y el ángel seguía volando sobre el pantano. Así que tomé mi bote, y...

- ... Me fuiste a buscar...

- No te buscaba a ti Anik. Buscaba mi destino. ¿Y sabes cual era? Encontrarte a la deriva entre tres lagartos de más de seis metros. ¿Y que pensé cuando te tuve en mis brazos?

Esa parte era nueva para Anik. Que había pensado su padre adoptivo.

El viejo parecía estar en otra parte, casi como si se estuviera durmiendo. Y era eso lo que estaba haciendo. Justo antes de cerrar los ojos, dijo algo:

- La vida es un constante milagro.

Y se quedó dormido.

Anik lo miraba, sentado en la silla que había acercado, lo miraba y no sabía que hacer, que esperaba su padre que hiciera.

Se levantó, confundido, y salió a atrapar algo de noche.

Deambuló hasta el hotel, y vio que había fiesta.

Se acercó a las ventanas, y vio la gente bonita bailar y reír, comer y reír, conversar y reír. Era tanto lo que algunos tenían, tanto. Una sola mirada sin desprecio le hubiera bastado a Anik para volver feliz a su casa.

Pero no la habría.

Se quedó un buen rato, detrás del delgado pero infinito cristal que lo separaba del resto de los hombres. ¿Qué podía esperar Luana de él?

Y entonces la vio.

Estaba sentada en un trono de sombras, con la mirada recorriendo el suelo, la eterna Reina de la Desesperación.

Anik golpeó la ventana, con cautela, hasta que le llamó la atención.

Al verlo, su rostro se contrajo como si tratara de recordar algo, y al final recordó.

Luana sonrió, y lo saludó con el movimiento ligero de la mano.

Antes de que pudiera contestarle el saludo, la ventana se abrió con violencia, como una boca que se sorprende, y de ella salieron dos brazos que tomaron al jorobado por los hombros, y de un tirón lo metieron al salón, donde lo arrojaron al piso.

- ¡Te dije que no molestaras a mi hija, engendro! – le gritó el padre de Luana antes de darle una patada en la cara.

Anik aulló, y cayó otra vez antes de poder reincorporarse.

- ¡No papá! – gritaba Luana. La gente se apiñaba alrededor, pero nadie hacia nada por defenderlo, y tampoco Anik lo esperaba.

Soportó los golpes hasta que su agresor se sintió satisfecho, o quizás cansado, y fue olvidado en un rincón donde un mozo compasivo que lo conocía de la playa le alcanzó un vaso de agua.

- La niña quiere verte. – le dijo, y fue como si al sediento le cayera una cascada.

- ¿Donde está? Yo también quiero verla. Quiero que sepa que no seguiremos solos.

El mozo lo fue llevando a los empujones hasta una salida lateral, y una vez fuera lo condujo a través de un jardín y atravesaron una glorieta, bajaron un sendero de piedra y subieron por el caracol de otra escalera. Volvieron a entrar al edificio, y el mozo le dio una llave.

- Es una niña muy buena la señorita Luana. – le dijo – Ésta es la llave de su habitación. Debes subir por la escalera doce pisos, o pueden verte.

- Gracias.

- ¿Tú eres el de los cocodrilos, verdad? ¿Tú eres el hijo del loco del muelle cinco?

Esa era una descripción no del todo errada de su padre.

- Sí - contestó.

- Bueno, dile si lo ves que deje de buscar ángeles, y se dedique un poco más a protegerte, hijo

- Le diré

- Buen chico

Sí, a pesar de que era una persona buena dentro de todo no dejaba de tratarlo como si fuera una mascota.

Anik entró a la habitación de Luana sin golpear, agitado por el trajín de los doce pisos subidos por escalera.

- Mi padre no deja que use el ascensor. Es por que cree que en espacios pequeños asusto más a la gente.

- Como yo. No puedo usar el autobús.

Luana sonrió con amargura.

- Vine a decirte que ya no debes preocuparte. Nunca más estarás sola.

Ella era mucho más inteligente, Anik solo tenía su corazón.

Luana se acercó a un gran ventanal, y lo abrió.

Fuera, la noche seguía su marcha indiferente y absurda.

- Anik, aquí nunca seremos felices. – dijo Luana, dándole la espalda, y luego, suspirando como quien llega al fin de un largo viaje, se arrojó por la ventana.

Anik corrió, y mientras lo hacía, recordó una vez más a su padre.

Y comprendió.

Se arrojó tras ella, se arrojó al vacío, y recordó también la ciénaga llena de cocodrilos, las golpizas de los niños, las piedras y el constante grito de monstruo, lo recordó mientras caía, con los brazos junto a su cuerpo, cada vez más cerca de Luana.

- La vida es un eterno milagro. – dijo, y lo repitió mientras sentía al fin como su joroba se desgarraba, como nacían sus alas, como atrapaba a la niña a centímetros del suelo, como volaba con ella en brazos a los cielos lejanos donde jamás nadie, o tal vez solo algún viejo pescador, podría encontrarlos.

viernes, septiembre 11, 2009

Intervalo entre dos mundos(Cuento)

Todo se había aquietado tras el viento y sólo quedaba el rumor de una pequeña brisa sobre el techo de zinc. Por un instante, esa fue la voz con la que hablaba el universo. Marcos olfateó el olor de la pólvora quemada, sintió como el caño humeante del revólver le quemaba el muslo, y aún así no podía volver de ese intervalo entre dos mundos que el estampido había abierto.
Afuera, el ulular de un búho daba inicio al concierto nocturno, y al regreso de la eufonía externa. Era como si tras la bala se hubiera disparado la eternidad de una acción de la que no había retorno alguno, y en silencio, el cosmos a su alrededor estuviera juzgando la aberración que había cometido. Y, como si una siniestra maquinaria se hubiera puesto en marcha tras la explosión, todo regresó de algún modo a retomar su absurda y eterna marcha, pero Marcos sabía que lo que regresaba estaba lejos de ser el mundo al que pertenecía antes de haber disparado. La brecha por la que entró en ese útero de barro y sombras se había abierto unos segundos, y él había entrado.
Marcos aún izaba la mano con la nota: “¿Querés conocer al amante de tu mujer?”decía, y abajo la dirección e indicaciones que lo llevaron a ese perdido cuarto trasero en uno de los viejos depósitos de trenes que no visitaban ni los mendigos.
Se mantuvo inmóvil.
Era como si el hecho de dar un paso hacia algún lado activara la trama que el Destino tenía para él preparada: la policía, la persecución, la cárcel, la muerte en vida.
Se había abierto un paréntesis en su tranquila existencia, una pausa en el que un omnisciente relator destruyó su mundo anterior como si le regalara un íntimo Apocalipsis, y esta digresión ya se cerraba implacable, asfixiándolo, negando cualquier escape posible.
Distinguía un papel agarrotado entre las manos del cadáver del hombre al que había disparado antes de que pudiera salir de la oscuridad que le velaba el rostro.
Se acercó, como quien le estuviera robando eso al muerto, y lo tomó en las manos.
No quería leerlo.
Claro, él ya sabía a quién había matado.
En el breve instante en el que abrió el papel, se recordó llegando al lugar hecho una furia, repitiéndose una y otra vez: “ya sabía, ya sabía”, como si esa frase fuera un conjuro que evitara lo que iba a pasar.
Pensaba en Ana, su esposa, escapándose de él todo el tiempo, que el cine, que las compras, que la mar en coche, y él sabía, sí, el lo sabía desde el momento en que la conoció, pero cegado por el amor había creído en su palabra.
Y Ana se burlaba en su cara, con otro infeliz que hasta había tenido la desfachatez de citarlo para probar su hombría.
Tenía la pistola amartillada aún antes de cruzar por los vagones oxidados y los rieles llenos de yuyos. Lo único que quería en el mundo era que el plomo cayera sobre quien fuera el traidor. 
Y así lo hizo, apenas distinguió un bulto en la oscuridad disparó sin piedad, sin dar tiempo a ninguna agresión ni tampoco a una explicación, como si la sentencia a muerte fuera la única respuesta posible a su deshonra, la única respuesta que lo dejaría dormir tranquilo.
Y ahora, piensa que la suerte es un animalito que te esfuerzas en atrapar, pero que asfixias tarde o temprano entre tus manos.
Lee el papel. Su suerte está asfixiada.
Ni siquiera podrá alegar locura.
Dice: “Sabía que dudabas siempre de mi. Lo sabía y era insoportable. Los horarios, los controles. No puedo seguir viviendo al lado de alguien así. Pero te amé, y de algún modo lo sigo haciendo. Ana.”
Da un paso hacia atrás, y lo que oye vuelve a paralizarlo.
Todo se aquietó de golpe, tras el viento, y a Marcos, en su nuevo mundo, sólo lo acompañaba el rumor de una pequeña brisa sobre el techo zinc y el llanto de una cada vez más cercana sirena.




martes, septiembre 01, 2009

A propósito del juicio por Cromagnon

Una reflexión luego del juicio por la tragedia de Cromagnon.


En una novela corta que escribí(cuando escribía) solté los fantasmas de aquella noche.
Dice así:

"Es el año 2008, estoy en Argentina, y luego de un par de años de tranquilidad vuelven a agitarse fantasmas del pasado. Este bendito pueblo tiende a revolcarse sobre sus muertos. Festejamos la muerte de nuestros próceres. No reaccionamos ante nada excepto la muerte. La tragedia de Cromagnon donde murieron casi 200 personas nos abrió los ojos a nuestras propias falencias. Recuerdo haberme levantado esa noche a las dos de la mañana, y haber encendido el televisor sin motivo alguno. La pantalla de Crónica mostraba una calle, y en esa calle, un chico con el torso desnudo, sin vida. Era tan absurda la forma en la que estaba tirado(un musulmán orando hacia la Meca pensé) que tardé en darme cuenta. Yo esperaba que se levantase. Nadie le prestaba atención, los bomberos corrían desesperados, la policía estaba tan desorientada que parecía más dispuesta a reprimir que a ayudar, y ese cuerpo anónimo no se levantaba. No sé cuanto espere que lo hiciera. Quizás si se levantaba significaba que no había tal tragedia, que había muertos, sí, pero la situación había sido contenida y controlada a tiempo. No fue así. El conteo de muertos recién comenzaba. El pibe siguió ahí, en esa extraña postura, y la cámara siguió su rumbo, abandonándolo también. Ahí me aferré a una silla porque sentí que me desmoronaba. El caos, la destrucción, el fuego, me recordaron un verso de Rilke: "Dios, concédele a cada cual su propia muerte". Todos los que conocíamos el ambiente del rock sabíamos que era potencial que pasara una tragedia relacionada con las bengalas encendidas en lugares cerrados... pero, ¿Por qué ahí? ¿Por qué esa noche? ¿Por qué las puertas de emergencias cerradas? ¿Por qué tantas coincidencias nefastas arrancándonos tantas vidas?"




La culpa no es de Callejeros.
La culpa no es de Chabán.
La culpa es de todos. Le podria haber pasado a cualquiera. Le tocó a chaban y a Callejeros. Pero bengalas y gente apretada había en la mayoría de los recitales. Hace un par de años, Living Colours tocó en el pequeño galpón del Centro Cultural General Paz, y en la única entrada y salida, había una estructura tubular de las que se usan para colocar andamios para impedir que la gente entrara(o saliera) sin pagar. Hace poco sacaron del Jockey a más de 1500 personas de un salon habilitado para 120. 
De lo unico que tienen culpa todos, y me incluyo y te incluyo, es de ser cancheritos y argentinos. De los pibes q tuvieron ahí esa noche estoy seguro que ninguno se fue a quejar porque no había medidas de seguridad. Somos así y duele admitirlo, más fácil es meter en cana a unos cuantos y que siga el baile hasta el próximo Cromagnon.
Los límites de la culpa son borrosos salvo que tengas a alguien a quien culpar.




Ojalá que esta herida no cicatrice y nos haga concientes.


viernes, julio 03, 2009

Las vías

Compensando un año en que la literatura quedó en segundo plano, propongo lean un cuento que escribí el año pasado.

Las vías




Anochece, el otoño está llegando, y los veintiséis grados apenas disminuidos por el viento acompañan mis reflexiones junto a la ventana de casa. El terror detiene mi lápiz... ¿Cómo mostrárselos si ni siquiera yo creo en lo que infunda mis miedos?
Todo comenzó veinte años atrás, veinte años que hoy me parecen un océano donde me estoy ahogando, un mar gigantesco y de pronto desconocido, cambiado por una tempestad vieja y lejana.
Tenía yo doce años y no mucho más que hacer en los atardeceres de marzo que explorar las viejas instalaciones de un ferrocarril que corría detrás de casa. Allí armábamos interminables fogatas con dos amigos, Ale y Sebastián; matábamos el tiempo observando la eterna paciencia del fuego.
Pasaban las horas y mientras uno se retiraba a buscar ramitas, pasto seco, o algo interesante que quemar, los otros dos nos quedábamos observando tras las llamas. No sé como explicarlo. Era el crepitar, el atardecer destiñendo nuestros rostros, la paz que nacía de ese fuego, de los músculos al calor, del humo entrando por nuestras narices y tiznando nuestras caras.
Más de una vez tuve una reprimenda por volver a casa cubierto de hollín y oliendo como carbón... no nos dábamos cuenta del tiempo que pasábamos sentados así.
Al evocar esos hechos sonrío, y al instante recuerdo las balas y una oleada de horror y tristeza borra cualquier recuerdo feliz de mi rostro.
Las balas.
Poco a poco se acercaba el invierno, y con mis amigos nos mirábamos intranquilos: El otoño se iba y no nos veríamos hasta la primavera. En el invierno, por lo común, apenas si nos dejaban ir a la escuela.
Entonces comenzamos a extenuar hasta el extremo cada tarde, cada momento, concientes de que era el último otoño antes de entrar a la secundaria, y... sí, quizás también el último otoño de nuestra infancia.
Con Alejandro nos escapamos una siesta en particular fría, y es a esa siesta dónde quiero llevarlos. Ambos vestíamos pullovers que llenamos de pasto mientras preparábamos el fuego en silencio.
Mi amigo estaba ensimismado. Apenas si logré sacarle algo de una pelea familiar en su casa. Al parecer su padre iba a irse con otra mujer. Terrible, sí, pero allí, al lado de la fogata, era como incomprensible, como si el panadero se hubiera acercado y nos dijera que había vida en Marte. Era algo que nos importaría cuando ocurriera ante nuestros ojos. Mientras tanto, eran sólo asuntos de los grandes, asuntos que abrían una expectativa profunda en el alma, una especie de sonda escarbando dentro de nuestros propios abismos.
Así que la conversación fue decayendo, como caía el día, en una inexorable apatía no exenta de tristeza. Entonces Ale me miró y dijo:
- ¿Si ponemos balas al fuego?
Lo miré por un segundo eterno, en el que por mi mente infantil cruzaron toda clase de reprimendas y castigos si éramos atrapados por nuestros padres haciendo eso.
- ¡Si! - dije en definitiva, sintiendo como la adrenalina comenzaba a correr por mi cuerpo sin ningún uso. - Pero... ¿Y las balas?
- Papá tiene. - Su mirada se oscureció por un latigazo de sombra. Clavaba los ojos en un canal que corría, bastante seco y sucio, al costado de las vías.
- Allí. Tenemos que correr hasta allí. -dijo, apuntándolo con el índice.
La idea cada vez me iba atrapando más, como si Ale estuviera armando un extraño mecanismo de relojería que, también lo sentía, podía estallar en cualquier momento.
La voz me tembló.
- ¿Hasta el canal? ¿Y nos va a dar el tiempo?
Ale escupió en el fuego, y el chasquido que hizo su saliva evaporándose me hizo estremecer.
- Por supuesto.
Se mostraba seguro, pero yo notaba que bajo esa seguridad había un deseo de destrucción que no me gustaba nada. Su padre era empleado en una ferretería, nada exitoso, y al parecer se había encontrado con una vida equivocada. Ale y su madre eran ese error. Sé, por las tardes que lo acompañaba de regreso a su casa, que en los últimos tiempos su padre volvía cada vez más tarde y cada vez más borracho. Si veíamos acercar su bicicleta zigzagueante de pronto nos urgían las ganas por trepar a un árbol, por ir a buscar moras a un baldío cercano. Y a veces la noche nos encontraba titubeando, hablando sin decirnos una palabra, sepultados en un ominoso silencio que anticipaba el castigo por volver después de hora. Y siempre era mejor que nos mandaran a la cama a evitar la vergüenza de mi amigo.
Pero el padre de Ale una tarde volvió, y con la noticia(o asumiendo) que tenía otra mujer. Me imagino a mi amigo en su cuarto, tirado en la cama con sus brazos tras la nuca, intuyendo los gritos susurrados, los sollozos, cerrando los ojos tratando de escapar de un mundo que en un segundo se le debería haber antojado violento, decadente.
Lo imagino pensando en el fuego, el fuego lento e inmutable, el calor que estaría allí cada vez que lo necesitase; y entonces la idea cruzándosele por su cabeza, las balas refulgentes y doradas atravesando los grises salones de su memoria, entre ecos de muerte y desesperación.
Ale se levantó y arrojó un poco de tierra con el pie hacia las llamas.
- Vamos. –dijo
Yo no sabía hacia donde, pero me levanté dispuesto a seguirlo.
Sebastián apareció al final de la calle que daba a las vías, y en su actitud sosegada sostuve la esperanza de que algo cambiara el curso que estaban tomando las cosas en aquella tarde.
Venía masticando, y varias migas le decoraban su campera.
- ¿No comieron nada? - dijo, como si hubiera estado toda la tarde con nosotros.
Era el más pequeño de los tres. Tenía un tic que lo hacía pestañear cada tres segundos. O eso habíamos contado.
- Ale dice que tiene balas.
Seba miró a Alejandro con cautela, como si acabara de conocerlo.
- ¿Balas?
- Si. En mi casa.
- ¿Y también un revólver?
En el semblante palidecido de mi amigo noté que tenía más miedo que yo. Adiós esperanza. Es así, no hay mayor engaño que esperar de otro lo que no nos atrevemos a hacer nosotros mismos.
Iba a hablar pero Ale se adelantó.
- Si. Pero para lo que vamos a hacer con Javi no necesitamos el arma.
Y así, sin más, era su cómplice.
- Vamos a tirarlas al fuego. - me escuché decir. Trataba de que Seba se opusiera, pero no le di ni un motivo. Completé con seguridad la frase:
- Las tiramos al fuego y de ahí corremos al canal.
El olor del humo comenzó a hacernos lagrimear. A través de las nubes el rostro de Ale se volvió difuso, un barco temerario navegando a la deriva. Tuve que mirar al piso para no salir corriendo de ahí.
- Vamos. - volvió a decir.
Caminamos sin hablar mucho, yo reía a veces de las ocurrencias de Seba, y Ale iba con la barbilla casi en el pecho, callado como un cementerio a la noche. Y con todo lo ominoso que eso implicaba.
Al llegar a su hogar nos indicó que esperásemos en una verja dos casas antes. Escuchamos el lamento de la hinchada puerta de madera al abrirse, y los ruidos que nos decían que seguía allí se perdieron en la quietud de la tarde.
Recuerdo que una helada ráfaga se alzó: allí estaban los heraldos del invierno.
Cruce los brazos y puse mis manos contra las costillas, castañeando los dientes.
Seba no se rió. Ahora que estábamos solos no se le veía humor alguno.
- ¿Están locos? - dijo.
El automóvil del padre de un amigo en común pasó por la calle, y el conductor alzó la mano. Hicimos lo mismo.
- ¿Están? ¿No estás con nosotros che?
Seba se frotó las manos.
No sabía que responder. Yo le quería decir que el único loco era Alejandro, pero no sabía como. En la amistad hay veces que todo se tolera. Incluso las locuras. Creo que esa es la base de que todavía la gente siga creyendo en ella.
- Si... si los dos decimos...
Escuchamos la puerta otra vez y ambos nos sobresaltamos. Allí venía nuestro amigo con las manos en el bolsillo. Pasó por entre nosotros y no se detuvo.
- ¿Que esperan? - dijo, y siguió caminando.
Fuimos detrás de él.
La noche arañaba el cielo, desgarrándolo. O eso pensaba yo, que siempre vi a la noche como un ser que todo lo devoraba con sibarita paciencia.
Entramos a los predios del ferrocarril.
- Ahí - dijo Ale.
Cada vez el silencio era peor, más presagioso, cargado de algo indescifrable.
Juntamos ramas secas muy cerca, los carros tiraban habitualmente allí lo que levantaban en las casas del barrio. También algo de papel. Saqué unos fósforos, y con pericia, cubrí con una mano la llama inicial. Al comenzar a humear soplé con delicadeza.
- Niños. - dijo una voz a nuestra espalda.
Los tres, absortos como estábamos, dimos un respingo. Mis fósforos cayeron al suelo. Antes de recogerlos, me di la vuelta.
Allí estaba el señor gordo. No lo conocíamos. Ninguno de los tres, según acordamos luego.
- Niños. ¿Prendiendo un fuego, eh?
Ale se adelantó. Llevó sus manos a los bolsillos.
- Si, señor. ¿Le molesta?
Quiso sonar pendenciero, pero se le notaba el miedo a la voz. Es que el señor gordo... ¿como explicar lo que nos causo?
Era casi tan bajo como nosotros. Llevaba un mameluco de empleado ferroviario, pero no tengo dudas de que el último de ellos se había marchado hacía no menos de diez años de ahí. Era calvo en la coronilla, y tenía unas gafas redondas pasadas de moda.
Sonrió, mostrando los dientes. Amarillos, uno que otro negro.
- No, niños. Para nada.
Se llevo una mano a la papada, a la hirsuta barba que le crecía como la hierba mala en el lugar que estábamos. Se rascó... y fue como oír a un gato afilándose las uñas.
- ¿Entonces? - Ale al parecer había perdido el miedo.
El señor gordo miró los bolsillos de mi amigo, y sonrió una vez más. Era horrible. Una vez me dijeron algo que me dio pesadillas y escalofríos, me dijeron que los muertos abren sus ojos en sus tumbas; bien, esa sensación me causo la sonrisa del señor gordo. Como que estaba viendo a un muerto sonreír.
- Entonces me preguntaba...
Carraspeó un poco.
Sebastián pestañeaba más que nunca. Por un segundo pensé que debía ver todo como una rápida sucesión de fotografías. Alejandro se pasó una mano por el flequillo que le caía sobre la frente. No sabíamos como actuar.
- Me preguntaba... - rió apenas, como acordándose de un chiste. - Miren, voy camino de jugar a la lotería
- Ajá - dijo Ale, dejándolo continuar.
- Y ustedes parecen chicos con suerte. Si, mierda, eso parecen.
La mala palabra se asomó de sus labios como una de las prostitutas viejas que veíamos al volver muy tarde. Vulgar, amenazante, infesta.
- ¿Pueden darme tres números? ¿Digamos del uno al cien?
- Veintidós -dijo Sebastián sin dudar, y ambos lo miramos.
- ¡Muy bien! Lindo número muchacho. ¿Que hay de ti? - Me miraba a mí. Sentía esa mirada como algo pesado y sucio, como si la mirada estuviera cargada de cenizas y polvo.
- Treinta y ocho.
- Treinta y ocho... está bien... no es un veintidós... pero es lo que elegiste... ¿Y tu?
Ale no le sacaba los ojos de encima.
Una lechuza en el aire comenzó a chillar. El ratón, desesperado, se largó a una carrera desesperada en los matorrales al oeste.
- Digamos diecinueve.
- ¡Muy bien! Tengo mis números de la suerte. Diecinueve, veintidós y treinta y ocho. Nos vemos niños...
El hombre gordo se marchó. Vimos como se perdía su trasero tras una esquina.
- Me dio escalofríos. - Dijo Ale.
- A mi también - dijimos con Sebastián al mismo tiempo.
Pero no nos reímos. En absoluto.
- El fuego está listo. - dijo Ale.
- ¿No crees que mejor...?
- Mejor nada. - dijo, y sacó las balas del bolsillo.
Los tres cilindros estaban algo oxidados, pero brillaban con la luz moribunda del ya lejano sol.
- No... No creo que sea una buena... - dijo Sebastián, y Ale, antes de que completara la frase, abrió la palma boca arriba, y la giró soltando las balas.
- ¡Corran! - gritó.
Salimos desesperados hacia el canal. Un agudo chillido se escuchó y tuve tiempo de ver como la lechuza se cruzaba más adelante con el ratón en sus garras.
Pero lo más aterrador, lo que no me dejó dormir mucho tiempo por las noches, fue que al saltar vi dentro del canal el cuerpo del hombre gordo, desollado, rodeados de ratas que se disputaban, con los gusanos, los restos podridos. El gordo tenía un ojo abierto y en la boca abierta se veía el negro barro de varios días ahí abajo.
Grité. Vaya que grité.
Y cerré los ojos. Escuché las detonaciones a mi espalda justo en el momento en el que caíamos en el aire. Y, todavía gritando, comencé a agitar las manos, tratando de rodar hacia otro lugar, hacia donde no estuviera el cadáver. Mis amigos hicieron lo mismo, pero nunca hablamos del motivo de nuestros gritos luego. Por supuesto que no había un cadáver ahí. Había sido mi imaginación. Pero los tres gritamos al caer. Los tres. Y las balas salieron disparadas hacia la nada... o eso me gustó creer.
Bien, llegado este punto la historia no tiene nada de singular, creo.
¿Entonces porque escribirla?
Después de ese otoño nos dejamos de ver con Ale. Así pasan las cosas cuando niño. Te juegas la vida con alguien que en un par de meses vuelve a ser un completo desconocido. Con Sebastián hicimos todo el colegio secundario juntos.
El caso es que una mañana hace casi veinte años abrí el diario, comencé a ver los policiales. Alejandro estaba muerto. Un ladrón le había disparado en la cabeza. Dos veces. Muerto a sus diecinueve años.
Tratamos de no darle importancia al tema con Sebastián, pero ambos recordamos el número elegido por Ale en esa onírica tarde. Diecinueve.
Y tres años más tarde golpearon mi puerta. Salí a abrir y Sebastián cayó encima mío. Tenía sangre en la boca. Le abrí la camisa. No tenía ninguna herida.
- Me encontró - dijo antes de morir en mis brazos, clavando una mirada vidriosa hacia el techo de mi habitación, un niño de veintidós años. Los médicos no entendieron nada. Tenía múltiples desgarros y hemorragias internas, como si una rata lo hubiera horadado por dentro. Y ninguna herida exterior.
De eso ya hacen dieciséis años.
En una semana cumplo mis treinta y ocho.
Y decidí dejar escrito esto por que sé que el hombre gordo vendrá en cualquier momento. En aquél atardecer nos dejó elegir, pero ninguno de nosotros sabía que elegía. No sabíamos que cada bala tenía nuestros nombres en su destino. No sabíamos que nos encontrarían en el momento justo, por mucho que huyéramos.
No sabíamos, atrapados en nuestra inocencia, que todavía circulaban trenes por esas vías abandonadas, vías que nos condujeron a cada uno a la estación elegida. Diecinueve, veintidós… Treinta y ocho.
Yo decidí engañarlo. Tanta angustia todos estos años, sabiendo que la bala venía por mí, que estaba esperando el día adecuado, que jamás escaparía. Y tenía la solución allí, tan a mano.
Me compré un revólver.
Y ahora, que la historia está contada, voy a matarme.
No iré donde el hombre gordo quiere llevarme. Elegiré mi propio destino.
No culpen a nadie




Nota hallada junto a Javier Lajho. El balazo alertó a sus vecinos, que llamaron a la policía. Dijeron(los vecinos) que poco conocían de él, salvo que les parecía temeroso y algo paranoico. Los médicos lograron tenerlo con vida hasta el día de su cumpleaños. Murió a raíz de complicaciones múltiples.



23 de marzo de 2008

domingo, junio 14, 2009

Stand by me

No es lindo que te quieran asi?
Besos libélula.




lunes, junio 08, 2009

El bueno, el malo, y el feo

Una pequeña entrada para no perder la sana costumbre de escribir.

Quiero detenerme en uno de los mejores westerns que vi hasta la fecha: El bueno, el malo, y el feo de Sergio Leone.
La película ES la banda sonora de Ennio Morricone. Sin ella, sus planos largos del desierto nos dirían muy poco. Tuve la experiencia de ver la secuencia llamada "The ectasy of gold" sin sonido, y créanme, fue aburrido hasta el hartazgo. Pero con los compases del gigantesco Ennio, la corrido del Feo en busca del oro se transforma en una búsqueda épica, desesperante. Se crea un clima de tal expectación, de tanta ansiedad por llegar a esa meta, que deseamos entrar en escena, hacernos parte de la historia. No por nada Metallica usa esa canción para iniciar sus shows. Tuve la suerte de presenciar uno, hace diez años, y el furor de ese inicio es incomparable. Sé que los primeros en usarlo fueron Los Ramones, pero eso es otro tema.
Desde el comienzo, Leone nos presenta los personajes como si estuvieramos leyendo un Tony, o algunas de esas viejas revistas de comics que la gente de mi edad recordará. Es una técnica simple y maravillosamente narrativa: A los quince minutos del comienzo ya queremos saber que sucede con ellos, y allí es donde Leone se toma su tiempo. Saborea cada escena como si fuera la última persona viva del universo y tuviera todo el tiempo a su disposición. Las tomas son largas, profundas, con una belleza compositiva que no se encuentra en el género.
At last but not least, tenemos a Clint Eastwood en un papel que consagro su rostro gélido, curtido, de fríos ojos azules donde apenas brilla la bondad, una bondad inaquesible para muchos, pero existente.
Este personaje sirvió de inspiración para Roland, el pistolero de la Torre Oscura, la saga de Stephen King. Al ver la película y leer el libro, será inevitable relacionarlos, y es una lástima que el talentoso Clint esté tan viejo para personificarlo. Los actores que se ven en la actualidad se jactan de un cuerpo formado y músculos en lugares inauditos, mientras que Clint es simplemente una mirada y nada más.

Sin más porque debo estudiar, dos exquisitos temas de la banda sonora:

The sundown





The ectasy of gold



Y la versión de Metallica del mismo tema

martes, junio 02, 2009

Sleep now in the fire!!

Junio junio... mes difícil si los hay.
Con las elecciones tan cerca, me gustaría dejar un grito de guerra, de Rage Against the Machine, en pos de que abran la cabeza y voten con conciencia. A lo que elijan, pero sabiendo que representan.
Atención al solo, uno de los mejores del gran Tom Morello.


domingo, mayo 17, 2009

Para Rami!!

Un pequeño incidente doméstico que casi implica mi asfixia, me llevó a escribir ésto hoy.
Gracias por cuidar de mi.


Hay un capítulo particularmente bello de Lost, en el cual un científico perdido en el tiempo debe buscar una "constante" en su vida, para no volverse loco.
Si bien en Lost esa constante es poética y bella, me puse a pensar en mi constante, en una persona de la cual me pudiera aferrar sin temor a caerme.
¿Recuerdan la primera vez que vieron REALMENTE a alguien?
¿Recuerdan la primera vez que se dieron que ese alguien estaba allí, en sus vidas, y que, como estaba desde siempre y, sobre todo, para siempre, no lo veían por completo?
Yo sí.
Recuerdo estar a una cuadra de mi casa en Alta Córdoba, caminando, y a mi derecha estaba él. Tratando de hacerme la infancia imposible. Y lo conseguía cuando quería. Pero hago fuerza, mucha fuerza, y no recuerdo ningún momento en que me haya abandonado, ningún momento en que nos haya vencido el temor.
Éramos uno.
Ante el desolador mundo éramos uno.
Y hoy, venticinco años después de descubrirlo a mi lado, sigo sintiéndolo.
Somos otros, cambiamos, nuestras vidas tienen su rumbo. Pero seguimos siendo uno.
Sigo viendo en sus ojos que cree en mi como nadie jamás creyó, y sigo pensando que nunca fui ni seré lo que su fé se merece. Y ahí está la paradoja: Su fé me alimenta, me lleva a tratar de ser la mejor persona que pueda ser, a tratar de descubrir la belleza en este mundo y llevársela a sus pies.
Mi hermano Rami es mi constante.
Sé que en la hora más desesperante, miraré sobre mi hombro y allí estará él.
Sin juzgarme.
Sólo diciéndome que puedo.
Que debo pelear por la gente como él.
Y como dije antes, voy a hacerlo: por vos, intentaré caer con rumores de gloria.

sábado, mayo 16, 2009

Crítica: El Regreso

Trailer:








Paul Auster, en "Retrato de un hombre invisible" habla de su padre como si éste fuera un extraño. Lo nombra como algo inabarcable, un ser hecho de sombras que, al acercarle la luz, se disipa sin dejar rastro. La película de Andrey Zvyagintsev, su ópera prima, es un retrato fiel de esa incomprensión, de ese choque de universos que se puede dar en una relación padre e hijo, con un destino trágico que, lamentablemente, fue compartido por uno de los protagonistas del film.



"El regreso", película que fue candidata al Oscar representando a Rusia en el año 2004, nos cuenta la historia del regreso del padre de dos niños luego de doce años de ausencia. Entre ellos se nota una relación entre tensa e impuesta: el mayor de los niños trata de agradarle a ese extraño, que prefigura perfecto y heroico, a la medida de sus necesidades de ya adolescente, mientras que el más joven es más sincero y se le enfrenta, lo trata como lo que realmente es, un desconocido, alguien que no está en posición de imponer un respeto que nunca se ganó.



El relato se va a desarrollando a medida que emprenden un viaje de reconciliación, donde el padre pareciera atarse a un manual, y trata de reglar la vida de los niños con su moral, con su estilo de vida: Como un alfarero descuidado, busca moldear con rapidez y torpeza unas estatuas de barro que ya se están secando.



Con el ritmo de esa búsqueda inconclusa de identidades se mueve la película. El uso de la cámara es maravilloso: la vemos discurrir entre los personajes, acariciándolos desde planos muy ricos, aprovechando al máximo la tremenda expresividad de ellos(grandes actuaciones sin dudas). Hay un uso muy interesante del foco y fuera de foco cuando los niños están en la cama conversando acerca del sorpresivo regreso de su padre, por ejemplo.



La fotografía de Mikhail Kritchman también ayuda, con sus tonos azulados nos marca la importancia del agua dentro de la historia y en la composición de las escenas: el agua es lo que une todo, y también lo que separa todo. Desde el niño abandonado en la lluvia, el bote de pesca, la maravillosa toma del bote y su contenido perdiéndose en el lago, la cámara buceando en la profundidad: todos elementos que harían el festín de cualquier psicólogo que analizara la importancia del agua en la película.



El regreso es un excelente film pero no es recomendable para almas inquietas. Quizás el momento exacto de verla lo dirá el tiempo. Lo que puedo asegurar, es que un día se sorprenderán queriendo verla nuevamente, cuando tengan la necesidad de asir lo inabarcable, de comprender los puentes que tendemos hacia lo que, mal que nos pese, siempre nos será extraño: otro ser humano.





Pd: Párrafo aparte, les cuento algo. Dado el nivel de actuacion de la película, quise saber más de esos actores, y con extrañeza leí que el actor Vladimir Garin, que en la película trabaja bajo el nombre de Andrey, se ahogó en el mismo lago donde se filmó "El regreso", mientras ésta película se presentaba en el Festival de Venecia. Más allá de lo irreparable de la pérdida, me llamó la atención los fuertes cuestionamientos que tuvo el director por parte de la prensa.



¿Fue correcto que no se retirara la película del Festival luego de conocerse la noticia?

¿La realidad opacó la ficción?

sábado, abril 25, 2009

Crítica: La Leon

Una mirada distante hacia un mundo lejano.


¿Se puede hablar el lenguaje de lo desconocido?
Esa es la primera pregunta que me surje luego de ver La leon, ópera prima del director bonaerense Santiago Otheguy.
Apoyado en una bellísima fotografía, el film narra la historia de Álvaro, un habitante del delta del Tigre, y su homosexualidad encerrada en mundo viril y estático, donde su única relación con el mundo exterior es a través de la lancha El león, tripulada por el Turu, personaje que se termina involucrando con Álvaro en una extraña relación de deseo brutal.
Desde los primeros minutos, sabemos que nos vamos a encontrar con una película lenta, casi sin diálogos, donde los gestos, las miradas(como la de la escena en la que Álvaro se baña delante del Turu) nos van a obligar a construir las emociones dentro nuestro. Asumido ese compromiso, podemos suponer que se cuenta una historia, quizás intrascendente, pero historia al fin.
A mi modo de entender, la narración es demasiado plana: los hechos se suceden sin que exista la más mínima tensión, somos fríos espectadores de un incendio, de un asesinato, y a pesar de eso, lo que más conmueve es la escena de la muerte de un viejo, amigo de Álvaro, quizás porque en esa escena la poesía del lenguaje audiovisual usado por el director sí es eficaz a la hora del uso de las elusiones. Luego, durante el film, nos enfrentamos a una historia que parece narrada desde un punto de vista frío y obtuso, se cae en una realidad demasiado obvia, donde los personajes pierden riqueza debido a su mismo realismo.
La homosexualidad de Àlvaro dentro de un contexto de absoluta virilidad lo convierte en un personaje abstraído, apático, donde su humanización es casi un cliché del género, como la escena en la que va a ver como se baña un compañero de trabajo.
Pareciérase que el director planteo un film donde los lugareños son ignorantes y hablan bajito, y Álvaro una figura impuesta para generar los conflictos que discurren en el film.
Por eso, mi pregunta es la siguiente:
¿Es la vida del Delta tan pobre en conversaciones? ¿O el director sólo muestra eso porque fue lo que vió cuando filmó?
Es sabido que las culturas de ese tipo son reacias a los extraños, y quizás eso fue lo que le pasó Otheguy cuando estuvo allí, aunque la ignorancia de la gente no necesariamente ES lo que pasa en el lugar.
Está claro y estoy de acuerdo en que es un lugar estático, y eso se transmite dentro de los planos generales del film, donde la cámara está la mayoría del tiempo lejana, como ajena a ese mundo.
Pero mi desacuerdo mayor está en acercarse a un realismo "asumido" y con ésto, opacar a los personajes, que terminan siendo no más que rostros fotografiables.
Dentro de los aspectos técnicos, vuelvo a sostener la importancia de la maravillosa fotografía del film. Ésta vuelve ameno y enriquecedor el visionado de la película. El sonido me pareció pobre, en algunos casos es casi inaudible lo que dicen algunos personajes, y vemos otra vez como tratar de ir hacia ese ya mencionado realismo atenta contra la comprensión de la obra. En las actuaciones, se nota la diferencia entre actores y no actores por el tono de voz(a los no actores casi no podemos escucharlos) y fue, dentro de mi punto de vista, complicado no hacer esa separación. La música sólo aparece pocas veces, y no me pareció digna de destacar.
Volviendo a mi idea inicial, y para no extenderme, creo que estamos delante de un film con buenas intenciones, pero que se ahoga en su intento de hablar de una realidad desconocida, ajena: La historia sucumbe porque es previsible, y si hay algo en lo que la realidad siempre superó a la ficción, y lo que la ficción trata una y otra vez de copiar, es el desconcentador grado de imprevisibilidad de la realidad misma.

miércoles, abril 15, 2009

Sueños de bebé

Hoy es una fecha especial, hoy cumpliría años mi viejo si lo tuviera.
Me hubiera gustado que me hubiera dejado algo como lo que escribió Gastón a su recién nacido Valentino. Con su permiso, reproduzco su maravilloso texto.
A veces, amigo, me gusta creer que los sueños son el terreno de lo posible, y no de lo imposible. Allí es donde somos lo que queremos ser, sin nuestros errores, sin nuestros miedos, sin nuestras carencias. Allí es donde el tiempo se detiene, donde las charlas suceden, donde el amor se expresa sin límite alguno.
Gracias por compartir tu texto conmigo.
Valentino va a estar orgulloso de vos.


Sueños de Bebé
Por Gaston Villafañe

Había olvidado la hermosa sensación de hacer dormir a un hijo en brazos.
Improvisar canciones de cuna intentando que mi voz tan grave suene como una armoniosa melodía y respirar cada vez más suave hasta que las dos respiraciones se hacen una.
Mirarte a los ojos y sentir que vos también me mirás y que llegás a percibir mi felicidad por ese momento. Y que te das cuenta que no quiero que ese instante termine porque me siento emocionado, tranquilo y completo.
De a poco las pequeñas persianitas de tus ojos se van cayendo y ocurre algo, tan natural como mágico, te reís…esbozas una sonrisa.
¿Cómo algo tan simple puede trasmitir tanto?
¿Cómo algo tan pequeño puede hacerme tan feliz?
El pensamiento racional dirá que es un acto reflejo y que recién alrededor del primer mes los bebés sonríen de verdad…pero, por otro lado, tu hermana arriesga su propia teoría: “el bebé debe estar soñando con payasos…”
Y la verdad es que ¿quién quiere ser racional en este mundo irracional?...la verdad es que me importan poco los estudios o la psicología evolutiva. Prefiero el pensamiento mágico de tu hermana. Tal vez estás soñando con payasos. A lo mejor tus sueños no son tan aburridos como los míos que solo traen a mi mente cosas perdidas en mi subconsciente. Tal vez, al tener tan pocos recuerdos, en realidad no soñás con cosas del pasado sino con cosas que no pasaron todavía.
A lo mejor hoy, cuando me regalaste esa mueca, estábamos los dos en el parque jugando al fútbol y vos me pateabas la pelota y yo me dejaba hacer el gol.

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lunes, abril 13, 2009

Layer Cake

En Cine criticamos películas, y quiero compartir las que voy haciendo.
Si, no tengo ganas de escribir hoy, y si lo hiciera, hablaría de una sola persona.
Aquí les va!

La película de Matthew Vaughn es un buen thriller moderno, sostenido por un guión abundante en giros y en subtramas; una historia que nos pierde a propósito en una maraña de personajes y hechos, tratando de desconcertarnos con el objeto de provocar nuestra renovada sorpresa al ir conociendo los pormenores de la historia.
Desde la escena inicial, con la voz en off del personaje principal, un traficante sin nombre interpretado por Daniel Craig(hay que decirlo, su rostro gélido y duro es imprescindible para un film como este), nos vamos sumergiendo en el mundo del hampa actual, donde la droga es el principal negocio, y gracias a ella, el mundo idílico de mafiosos de honor al estilo de El padrino se fue convirtiendo en una competencia de supervivencia, donde la lealtad es cosa del pasado, y el único valor que queda, es el del dinero.
El personaje de Craig está a punto de acumular lo suficiente para un retiro temprano, y cuando cree estar a punto de tener al mundo en sus manos, comienzan los conflictos, y a medida que ellos se desarrollan, vemos que están tan encadenados entre sí que no imaginamos las posibles salidas. Allí veo aciertos del guión de J. J. Connolly(también autor de la novela en la que se basa el film) ya que nos ofrece estás salidas sin desviarse del mundo diegético que nos propone.
Las vueltas de tuerca son creíbles, y las subtramas van cerrándose a medida que va terminando la obra.
Sin adelantarles el final, había una en particular que a mi entender no era la más desarrollada, una historia de amor que se me antojó escasa, quizás producto de eliminar escenas románticas que atentaban contra la velocidad del film, y que, dado que le falto un poco de desarrollo, nos deja un final algo intempestivo.
Con respecto a la velocidad del film, el ritmo narrativo no da muchos respiros, cada conversación, cada escena, necesita de nuestra atención para no desviarnos del hilo argumental, por lo que puede costarles más a aquellas personas que disfrutan más del cine de silencios o metáforas.
Es más, la banda sonora se llena de grandes canciones de rock inglés, y no por esto la película pierde en emotividad: La escena de la golpiza en el restaurante donde de fondo se escucha Ordinary World de Duran Duran me pareció excelente. También pasan The Cult, los Rolling Stones, algo más moderno con un remix de Starsailor, un aria para darle un guiño a los films mafiosos de Coppola, y al final un tema de Joe Cocker que ayuda a cerrar la historia.
Dentro de lo puramente técnico, me gustaron las transiciones y la cuidada forma estética en que se crea tensión sin caer en la violencia explícita en imágenes. Algunos planos le aportan otra mirada al espectador(el contrapicado bajo la mesa de cristal es muy interesante) y la fotografía ayuda mucho a crear el ambiente sórdido que la película requiere, ayudándose con la iluminación difusa o el vestuario colorido de algunos personajes secundarios.
Personalmente, y para no extenderme más, la película cuenta una buena(o buenas) historia, entretiene, y aunque quizás no estemos delante de un clásico moderno, cumple el cometido de cualquier buen film: Creemos que ese mundo real, creemos que pasa, creemos que nos gustaría dar otro vistazo en él.