viernes, septiembre 11, 2009

Intervalo entre dos mundos(Cuento)

Todo se había aquietado tras el viento y sólo quedaba el rumor de una pequeña brisa sobre el techo de zinc. Por un instante, esa fue la voz con la que hablaba el universo. Marcos olfateó el olor de la pólvora quemada, sintió como el caño humeante del revólver le quemaba el muslo, y aún así no podía volver de ese intervalo entre dos mundos que el estampido había abierto.
Afuera, el ulular de un búho daba inicio al concierto nocturno, y al regreso de la eufonía externa. Era como si tras la bala se hubiera disparado la eternidad de una acción de la que no había retorno alguno, y en silencio, el cosmos a su alrededor estuviera juzgando la aberración que había cometido. Y, como si una siniestra maquinaria se hubiera puesto en marcha tras la explosión, todo regresó de algún modo a retomar su absurda y eterna marcha, pero Marcos sabía que lo que regresaba estaba lejos de ser el mundo al que pertenecía antes de haber disparado. La brecha por la que entró en ese útero de barro y sombras se había abierto unos segundos, y él había entrado.
Marcos aún izaba la mano con la nota: “¿Querés conocer al amante de tu mujer?”decía, y abajo la dirección e indicaciones que lo llevaron a ese perdido cuarto trasero en uno de los viejos depósitos de trenes que no visitaban ni los mendigos.
Se mantuvo inmóvil.
Era como si el hecho de dar un paso hacia algún lado activara la trama que el Destino tenía para él preparada: la policía, la persecución, la cárcel, la muerte en vida.
Se había abierto un paréntesis en su tranquila existencia, una pausa en el que un omnisciente relator destruyó su mundo anterior como si le regalara un íntimo Apocalipsis, y esta digresión ya se cerraba implacable, asfixiándolo, negando cualquier escape posible.
Distinguía un papel agarrotado entre las manos del cadáver del hombre al que había disparado antes de que pudiera salir de la oscuridad que le velaba el rostro.
Se acercó, como quien le estuviera robando eso al muerto, y lo tomó en las manos.
No quería leerlo.
Claro, él ya sabía a quién había matado.
En el breve instante en el que abrió el papel, se recordó llegando al lugar hecho una furia, repitiéndose una y otra vez: “ya sabía, ya sabía”, como si esa frase fuera un conjuro que evitara lo que iba a pasar.
Pensaba en Ana, su esposa, escapándose de él todo el tiempo, que el cine, que las compras, que la mar en coche, y él sabía, sí, el lo sabía desde el momento en que la conoció, pero cegado por el amor había creído en su palabra.
Y Ana se burlaba en su cara, con otro infeliz que hasta había tenido la desfachatez de citarlo para probar su hombría.
Tenía la pistola amartillada aún antes de cruzar por los vagones oxidados y los rieles llenos de yuyos. Lo único que quería en el mundo era que el plomo cayera sobre quien fuera el traidor. 
Y así lo hizo, apenas distinguió un bulto en la oscuridad disparó sin piedad, sin dar tiempo a ninguna agresión ni tampoco a una explicación, como si la sentencia a muerte fuera la única respuesta posible a su deshonra, la única respuesta que lo dejaría dormir tranquilo.
Y ahora, piensa que la suerte es un animalito que te esfuerzas en atrapar, pero que asfixias tarde o temprano entre tus manos.
Lee el papel. Su suerte está asfixiada.
Ni siquiera podrá alegar locura.
Dice: “Sabía que dudabas siempre de mi. Lo sabía y era insoportable. Los horarios, los controles. No puedo seguir viviendo al lado de alguien así. Pero te amé, y de algún modo lo sigo haciendo. Ana.”
Da un paso hacia atrás, y lo que oye vuelve a paralizarlo.
Todo se aquietó de golpe, tras el viento, y a Marcos, en su nuevo mundo, sólo lo acompañaba el rumor de una pequeña brisa sobre el techo zinc y el llanto de una cada vez más cercana sirena.




No hay comentarios.: