lunes, octubre 19, 2009

El arte perdido de mirar a las nubes(Cuento)

El arte perdido de mirar a las nubes




Se paró frente a la ventana, y sólo pudo pensar en una cosa.
Escapar, escapar, y escapar.
Bajó por las escaleras para evitar a los jefes y a los compañeros que a esa hora buscaban con quien almorzar: silencio, paz, recuperar el arte perdido de mirar a las nubes.
El mediodía lo recibió con una bocanada de vapor que se le pegó a los huesos, como escarabajos jugueteando entre su piel y sus ropas. Compró un jugo de naranja y un sándwich y caminó lo que faltaba hacia el parque. Eligió la sombra de un arce, y se sentó en la tierra. No se le ocurrió pensar en el traje.
Bebió cada trago estirando el cuello, absorbiendo cada gota como si fuera un néctar reservado para algún Dios, y comió con la fruición de la hora de descanso.
Cruzó los brazos tras la nuca, y se acostó en el suelo cuan largo era. El cosquilleo de una hormiga le recordó la falta de medias.
- Debes traer medias. No puedes venir sin medias. ¡Y que alguien te corte el cabello!
Sonriendo miró hacia el cielo.
Las nubes.
Por lo bajo y sobre la espalda del viento corrían unas pequeñas y blancas, esponjosas como el pan recién horneado; y más arriba, arriba hasta el cielo azul, las oscuras, las hermanas mayores, las malhumoradas hermanas mayores, discutiendo entre ellas.
La alarma de su reloj sonó. Quince minutos para volver.
- Tienes que estar a las dos en punto. Las dos y cinco no es las dos en punto.
Maldita sea, era tan difícil. Horarios, medias y cabellos. Tiempo y más tiempo. Todavía no te puedes ir. Necesito que vengas el domingo.
Y que mejor almohada que el cielo. Sus ojos bebían de él como si fuera un inabarcable manantial antiguo, y vaya si lo era. Cielo, nubes, el arte perdido, y más allá, tan acá, la paz perdida. No esa basura de dormir una noche con tranquilizantes, no la mentira de la última cuota del auto. Nada allá atrás, nada más verdadero que el cielo que no se le negaba a quien quisiera poseerlo. Amante desinteresado. Ahora le hacía el amor. Y las nubes venían, se acercaban, quién era aquel que las miraba de esa forma.
Apagó la alarma con un movimiento de muñeca.
Sus ojos se estremecieron al abrirse un claro y dejar paso a tímidos rayos de sol, que cual espadas en la caja de un mago atravesaban secantes el aire gris y se estrellaban en la tierra.
¿Qué importaba su nombre? ¿Quién era ante la majestuosidad escalofriante de la belleza indiferente? ¿Acaso importaba su nombre, su historia?
¿Acaso el sol no moriría de la forma más bella y en un tiempo tan lejano y ajeno como imprevisible?
El ruido de los coches se alejaba. Los insultos, los falsos profetas, las mentiras, las medias también y junto a esas cosas quedaban atrás todos aquellos que alzaban las manos ante el miedo, ante sus propios monstruos, ante lo que habían construido y que hoy se erguía amenazante y trataba de borrarlos de un manotazo: La Sociedad.
Bajó sus párpados, y se perdió en un rojo, en destellos naranjas y ocres de tanta luz bebida, en la caricia del viento que hablaba con las voces de los muertos.
Allí estaba, recordado y reclamado nada más que por algunos, avergonzado de lo que es, de lo que fue, de lo que será, de ser parte de un extraño ser monumental que lo necesitaba como a un hijo, pero lo despreciaba como a un insecto.
Y abrió los ojos, las nubes cada vez más cerca: llovería, pero que importaba, el agua sólo complicaría más las cosas, le mostraría la mugre de la ciudad, la hipocresía correría como sangre por las calles: una sangre oscura, inmunda, implacable.
Cada vez más, cada vez más el blanco, la pureza, la naturaleza, la belleza, la verdad tan evidente como la carta robada de Poe, la Vida inalcanzable y al alcance de todos, el calor del aliento de Dios, la jeroglífica llave hacia los sentidos.
Aspiró profundo las hebras que se desprendían del parque, pero era cada vez menos verde y cada vez más nube, más y más nube. Los brazos cruzados tras la nuca, y el cielo inabarcable, el cielo amante y el cielo atroz. El gran, gran sol, el rojo talón de quien ha caminado milenios ocultándose tras los conejos de algodón, los rostros de algodón, y él alquilaba un sótano porque no podía otra cosa y entonces el cielo se le negaba, las estrellas se le negaban. Y cada vez más y más cerca, sentía que si estiraba el brazo podría tomar un pedazo de nube y conocer su sabor, conocer cual era el gusto de la magia, el gusto de lo inmortal, el sabor del olvido.
Estiró el brazo, perezoso, los vellos del brazo acariciados por el viento, y en efecto ahí estaba, entre sus dedos, el pedazo atrapado de nube.
Miró hacia los costados, hacia abajo.
El parque era una diminuta mancha verde muy, muy lejos debajo de él.
Al caer sólo tuvo tiempo de aullar como un lobo herido, de pensar que lo negado, lo inasible, era el sabor más hermoso, más maravilloso que puede tener la vida.

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