viernes, julio 03, 2009

Las vías

Compensando un año en que la literatura quedó en segundo plano, propongo lean un cuento que escribí el año pasado.

Las vías




Anochece, el otoño está llegando, y los veintiséis grados apenas disminuidos por el viento acompañan mis reflexiones junto a la ventana de casa. El terror detiene mi lápiz... ¿Cómo mostrárselos si ni siquiera yo creo en lo que infunda mis miedos?
Todo comenzó veinte años atrás, veinte años que hoy me parecen un océano donde me estoy ahogando, un mar gigantesco y de pronto desconocido, cambiado por una tempestad vieja y lejana.
Tenía yo doce años y no mucho más que hacer en los atardeceres de marzo que explorar las viejas instalaciones de un ferrocarril que corría detrás de casa. Allí armábamos interminables fogatas con dos amigos, Ale y Sebastián; matábamos el tiempo observando la eterna paciencia del fuego.
Pasaban las horas y mientras uno se retiraba a buscar ramitas, pasto seco, o algo interesante que quemar, los otros dos nos quedábamos observando tras las llamas. No sé como explicarlo. Era el crepitar, el atardecer destiñendo nuestros rostros, la paz que nacía de ese fuego, de los músculos al calor, del humo entrando por nuestras narices y tiznando nuestras caras.
Más de una vez tuve una reprimenda por volver a casa cubierto de hollín y oliendo como carbón... no nos dábamos cuenta del tiempo que pasábamos sentados así.
Al evocar esos hechos sonrío, y al instante recuerdo las balas y una oleada de horror y tristeza borra cualquier recuerdo feliz de mi rostro.
Las balas.
Poco a poco se acercaba el invierno, y con mis amigos nos mirábamos intranquilos: El otoño se iba y no nos veríamos hasta la primavera. En el invierno, por lo común, apenas si nos dejaban ir a la escuela.
Entonces comenzamos a extenuar hasta el extremo cada tarde, cada momento, concientes de que era el último otoño antes de entrar a la secundaria, y... sí, quizás también el último otoño de nuestra infancia.
Con Alejandro nos escapamos una siesta en particular fría, y es a esa siesta dónde quiero llevarlos. Ambos vestíamos pullovers que llenamos de pasto mientras preparábamos el fuego en silencio.
Mi amigo estaba ensimismado. Apenas si logré sacarle algo de una pelea familiar en su casa. Al parecer su padre iba a irse con otra mujer. Terrible, sí, pero allí, al lado de la fogata, era como incomprensible, como si el panadero se hubiera acercado y nos dijera que había vida en Marte. Era algo que nos importaría cuando ocurriera ante nuestros ojos. Mientras tanto, eran sólo asuntos de los grandes, asuntos que abrían una expectativa profunda en el alma, una especie de sonda escarbando dentro de nuestros propios abismos.
Así que la conversación fue decayendo, como caía el día, en una inexorable apatía no exenta de tristeza. Entonces Ale me miró y dijo:
- ¿Si ponemos balas al fuego?
Lo miré por un segundo eterno, en el que por mi mente infantil cruzaron toda clase de reprimendas y castigos si éramos atrapados por nuestros padres haciendo eso.
- ¡Si! - dije en definitiva, sintiendo como la adrenalina comenzaba a correr por mi cuerpo sin ningún uso. - Pero... ¿Y las balas?
- Papá tiene. - Su mirada se oscureció por un latigazo de sombra. Clavaba los ojos en un canal que corría, bastante seco y sucio, al costado de las vías.
- Allí. Tenemos que correr hasta allí. -dijo, apuntándolo con el índice.
La idea cada vez me iba atrapando más, como si Ale estuviera armando un extraño mecanismo de relojería que, también lo sentía, podía estallar en cualquier momento.
La voz me tembló.
- ¿Hasta el canal? ¿Y nos va a dar el tiempo?
Ale escupió en el fuego, y el chasquido que hizo su saliva evaporándose me hizo estremecer.
- Por supuesto.
Se mostraba seguro, pero yo notaba que bajo esa seguridad había un deseo de destrucción que no me gustaba nada. Su padre era empleado en una ferretería, nada exitoso, y al parecer se había encontrado con una vida equivocada. Ale y su madre eran ese error. Sé, por las tardes que lo acompañaba de regreso a su casa, que en los últimos tiempos su padre volvía cada vez más tarde y cada vez más borracho. Si veíamos acercar su bicicleta zigzagueante de pronto nos urgían las ganas por trepar a un árbol, por ir a buscar moras a un baldío cercano. Y a veces la noche nos encontraba titubeando, hablando sin decirnos una palabra, sepultados en un ominoso silencio que anticipaba el castigo por volver después de hora. Y siempre era mejor que nos mandaran a la cama a evitar la vergüenza de mi amigo.
Pero el padre de Ale una tarde volvió, y con la noticia(o asumiendo) que tenía otra mujer. Me imagino a mi amigo en su cuarto, tirado en la cama con sus brazos tras la nuca, intuyendo los gritos susurrados, los sollozos, cerrando los ojos tratando de escapar de un mundo que en un segundo se le debería haber antojado violento, decadente.
Lo imagino pensando en el fuego, el fuego lento e inmutable, el calor que estaría allí cada vez que lo necesitase; y entonces la idea cruzándosele por su cabeza, las balas refulgentes y doradas atravesando los grises salones de su memoria, entre ecos de muerte y desesperación.
Ale se levantó y arrojó un poco de tierra con el pie hacia las llamas.
- Vamos. –dijo
Yo no sabía hacia donde, pero me levanté dispuesto a seguirlo.
Sebastián apareció al final de la calle que daba a las vías, y en su actitud sosegada sostuve la esperanza de que algo cambiara el curso que estaban tomando las cosas en aquella tarde.
Venía masticando, y varias migas le decoraban su campera.
- ¿No comieron nada? - dijo, como si hubiera estado toda la tarde con nosotros.
Era el más pequeño de los tres. Tenía un tic que lo hacía pestañear cada tres segundos. O eso habíamos contado.
- Ale dice que tiene balas.
Seba miró a Alejandro con cautela, como si acabara de conocerlo.
- ¿Balas?
- Si. En mi casa.
- ¿Y también un revólver?
En el semblante palidecido de mi amigo noté que tenía más miedo que yo. Adiós esperanza. Es así, no hay mayor engaño que esperar de otro lo que no nos atrevemos a hacer nosotros mismos.
Iba a hablar pero Ale se adelantó.
- Si. Pero para lo que vamos a hacer con Javi no necesitamos el arma.
Y así, sin más, era su cómplice.
- Vamos a tirarlas al fuego. - me escuché decir. Trataba de que Seba se opusiera, pero no le di ni un motivo. Completé con seguridad la frase:
- Las tiramos al fuego y de ahí corremos al canal.
El olor del humo comenzó a hacernos lagrimear. A través de las nubes el rostro de Ale se volvió difuso, un barco temerario navegando a la deriva. Tuve que mirar al piso para no salir corriendo de ahí.
- Vamos. - volvió a decir.
Caminamos sin hablar mucho, yo reía a veces de las ocurrencias de Seba, y Ale iba con la barbilla casi en el pecho, callado como un cementerio a la noche. Y con todo lo ominoso que eso implicaba.
Al llegar a su hogar nos indicó que esperásemos en una verja dos casas antes. Escuchamos el lamento de la hinchada puerta de madera al abrirse, y los ruidos que nos decían que seguía allí se perdieron en la quietud de la tarde.
Recuerdo que una helada ráfaga se alzó: allí estaban los heraldos del invierno.
Cruce los brazos y puse mis manos contra las costillas, castañeando los dientes.
Seba no se rió. Ahora que estábamos solos no se le veía humor alguno.
- ¿Están locos? - dijo.
El automóvil del padre de un amigo en común pasó por la calle, y el conductor alzó la mano. Hicimos lo mismo.
- ¿Están? ¿No estás con nosotros che?
Seba se frotó las manos.
No sabía que responder. Yo le quería decir que el único loco era Alejandro, pero no sabía como. En la amistad hay veces que todo se tolera. Incluso las locuras. Creo que esa es la base de que todavía la gente siga creyendo en ella.
- Si... si los dos decimos...
Escuchamos la puerta otra vez y ambos nos sobresaltamos. Allí venía nuestro amigo con las manos en el bolsillo. Pasó por entre nosotros y no se detuvo.
- ¿Que esperan? - dijo, y siguió caminando.
Fuimos detrás de él.
La noche arañaba el cielo, desgarrándolo. O eso pensaba yo, que siempre vi a la noche como un ser que todo lo devoraba con sibarita paciencia.
Entramos a los predios del ferrocarril.
- Ahí - dijo Ale.
Cada vez el silencio era peor, más presagioso, cargado de algo indescifrable.
Juntamos ramas secas muy cerca, los carros tiraban habitualmente allí lo que levantaban en las casas del barrio. También algo de papel. Saqué unos fósforos, y con pericia, cubrí con una mano la llama inicial. Al comenzar a humear soplé con delicadeza.
- Niños. - dijo una voz a nuestra espalda.
Los tres, absortos como estábamos, dimos un respingo. Mis fósforos cayeron al suelo. Antes de recogerlos, me di la vuelta.
Allí estaba el señor gordo. No lo conocíamos. Ninguno de los tres, según acordamos luego.
- Niños. ¿Prendiendo un fuego, eh?
Ale se adelantó. Llevó sus manos a los bolsillos.
- Si, señor. ¿Le molesta?
Quiso sonar pendenciero, pero se le notaba el miedo a la voz. Es que el señor gordo... ¿como explicar lo que nos causo?
Era casi tan bajo como nosotros. Llevaba un mameluco de empleado ferroviario, pero no tengo dudas de que el último de ellos se había marchado hacía no menos de diez años de ahí. Era calvo en la coronilla, y tenía unas gafas redondas pasadas de moda.
Sonrió, mostrando los dientes. Amarillos, uno que otro negro.
- No, niños. Para nada.
Se llevo una mano a la papada, a la hirsuta barba que le crecía como la hierba mala en el lugar que estábamos. Se rascó... y fue como oír a un gato afilándose las uñas.
- ¿Entonces? - Ale al parecer había perdido el miedo.
El señor gordo miró los bolsillos de mi amigo, y sonrió una vez más. Era horrible. Una vez me dijeron algo que me dio pesadillas y escalofríos, me dijeron que los muertos abren sus ojos en sus tumbas; bien, esa sensación me causo la sonrisa del señor gordo. Como que estaba viendo a un muerto sonreír.
- Entonces me preguntaba...
Carraspeó un poco.
Sebastián pestañeaba más que nunca. Por un segundo pensé que debía ver todo como una rápida sucesión de fotografías. Alejandro se pasó una mano por el flequillo que le caía sobre la frente. No sabíamos como actuar.
- Me preguntaba... - rió apenas, como acordándose de un chiste. - Miren, voy camino de jugar a la lotería
- Ajá - dijo Ale, dejándolo continuar.
- Y ustedes parecen chicos con suerte. Si, mierda, eso parecen.
La mala palabra se asomó de sus labios como una de las prostitutas viejas que veíamos al volver muy tarde. Vulgar, amenazante, infesta.
- ¿Pueden darme tres números? ¿Digamos del uno al cien?
- Veintidós -dijo Sebastián sin dudar, y ambos lo miramos.
- ¡Muy bien! Lindo número muchacho. ¿Que hay de ti? - Me miraba a mí. Sentía esa mirada como algo pesado y sucio, como si la mirada estuviera cargada de cenizas y polvo.
- Treinta y ocho.
- Treinta y ocho... está bien... no es un veintidós... pero es lo que elegiste... ¿Y tu?
Ale no le sacaba los ojos de encima.
Una lechuza en el aire comenzó a chillar. El ratón, desesperado, se largó a una carrera desesperada en los matorrales al oeste.
- Digamos diecinueve.
- ¡Muy bien! Tengo mis números de la suerte. Diecinueve, veintidós y treinta y ocho. Nos vemos niños...
El hombre gordo se marchó. Vimos como se perdía su trasero tras una esquina.
- Me dio escalofríos. - Dijo Ale.
- A mi también - dijimos con Sebastián al mismo tiempo.
Pero no nos reímos. En absoluto.
- El fuego está listo. - dijo Ale.
- ¿No crees que mejor...?
- Mejor nada. - dijo, y sacó las balas del bolsillo.
Los tres cilindros estaban algo oxidados, pero brillaban con la luz moribunda del ya lejano sol.
- No... No creo que sea una buena... - dijo Sebastián, y Ale, antes de que completara la frase, abrió la palma boca arriba, y la giró soltando las balas.
- ¡Corran! - gritó.
Salimos desesperados hacia el canal. Un agudo chillido se escuchó y tuve tiempo de ver como la lechuza se cruzaba más adelante con el ratón en sus garras.
Pero lo más aterrador, lo que no me dejó dormir mucho tiempo por las noches, fue que al saltar vi dentro del canal el cuerpo del hombre gordo, desollado, rodeados de ratas que se disputaban, con los gusanos, los restos podridos. El gordo tenía un ojo abierto y en la boca abierta se veía el negro barro de varios días ahí abajo.
Grité. Vaya que grité.
Y cerré los ojos. Escuché las detonaciones a mi espalda justo en el momento en el que caíamos en el aire. Y, todavía gritando, comencé a agitar las manos, tratando de rodar hacia otro lugar, hacia donde no estuviera el cadáver. Mis amigos hicieron lo mismo, pero nunca hablamos del motivo de nuestros gritos luego. Por supuesto que no había un cadáver ahí. Había sido mi imaginación. Pero los tres gritamos al caer. Los tres. Y las balas salieron disparadas hacia la nada... o eso me gustó creer.
Bien, llegado este punto la historia no tiene nada de singular, creo.
¿Entonces porque escribirla?
Después de ese otoño nos dejamos de ver con Ale. Así pasan las cosas cuando niño. Te juegas la vida con alguien que en un par de meses vuelve a ser un completo desconocido. Con Sebastián hicimos todo el colegio secundario juntos.
El caso es que una mañana hace casi veinte años abrí el diario, comencé a ver los policiales. Alejandro estaba muerto. Un ladrón le había disparado en la cabeza. Dos veces. Muerto a sus diecinueve años.
Tratamos de no darle importancia al tema con Sebastián, pero ambos recordamos el número elegido por Ale en esa onírica tarde. Diecinueve.
Y tres años más tarde golpearon mi puerta. Salí a abrir y Sebastián cayó encima mío. Tenía sangre en la boca. Le abrí la camisa. No tenía ninguna herida.
- Me encontró - dijo antes de morir en mis brazos, clavando una mirada vidriosa hacia el techo de mi habitación, un niño de veintidós años. Los médicos no entendieron nada. Tenía múltiples desgarros y hemorragias internas, como si una rata lo hubiera horadado por dentro. Y ninguna herida exterior.
De eso ya hacen dieciséis años.
En una semana cumplo mis treinta y ocho.
Y decidí dejar escrito esto por que sé que el hombre gordo vendrá en cualquier momento. En aquél atardecer nos dejó elegir, pero ninguno de nosotros sabía que elegía. No sabíamos que cada bala tenía nuestros nombres en su destino. No sabíamos que nos encontrarían en el momento justo, por mucho que huyéramos.
No sabíamos, atrapados en nuestra inocencia, que todavía circulaban trenes por esas vías abandonadas, vías que nos condujeron a cada uno a la estación elegida. Diecinueve, veintidós… Treinta y ocho.
Yo decidí engañarlo. Tanta angustia todos estos años, sabiendo que la bala venía por mí, que estaba esperando el día adecuado, que jamás escaparía. Y tenía la solución allí, tan a mano.
Me compré un revólver.
Y ahora, que la historia está contada, voy a matarme.
No iré donde el hombre gordo quiere llevarme. Elegiré mi propio destino.
No culpen a nadie




Nota hallada junto a Javier Lajho. El balazo alertó a sus vecinos, que llamaron a la policía. Dijeron(los vecinos) que poco conocían de él, salvo que les parecía temeroso y algo paranoico. Los médicos lograron tenerlo con vida hasta el día de su cumpleaños. Murió a raíz de complicaciones múltiples.



23 de marzo de 2008

4 comentarios:

Tongas dijo...

Muy bueno loco. Escalofriante historia para estas horas de la noche...ya me lo imagino al gordo de mierda ese. Saludos!

J.P. Gutièrrez dijo...

Gracias Tongas!! Es un privilegio tenerte de atento lector.
Abrazo hermano.

Anónimo dijo...

Un Lovecraft contemporaneo..?

J.P. Gutièrrez dijo...

Ni siquiera me atrevo a nombrarlo.
Gracias anonimo.