jueves, febrero 09, 2006

El hombre que quiso ser Dios

En mi nueva entrada(creo que estoy comenzando a entender como funciona esta cosa) postéo el cuento que publiqué el año pasado por una editorial de Buenos Aires. Lo escribí con cuarenta grados de fiebre, con penicilina circulándome por cada vena de mi cuerpo. El resultado salta a la vista.






El hombre que quiso ser Dios

1

Las eternas lluvias de junio lo encontraron caminando apaciblemente por las calles de la antigua ciudad, perdido entre un sinfín de rostros sin nombre que buscaban presurosos resguardo de las inclemencias del tiempo. Su destino lo esperaba, y él lo sabía, por eso su caminata tenía mucho de paseo, de contemplación mundana.
Alguien, de cuando en cuando, levantaba la vista, enarcaba las cejas al verlo, y lo saludaba con una pequeña reverencia.
Eran rostros de respeto bajo la cortina de vidrio que bajaba pétrea desde el cielo.
Respeto. ¿Por qué no?
Su atuendo siempre inspiraba eso entre los creyentes.
La duda teológica (¿existe?) empezó a horadar nuevamente su castigada mente, tal como esta lluvia horadaba la blanda tierra de las calles. La comparación súbitamente le pareció magnífica.
La herejía (¿Existe?) que usualmente carcomía sus sagrados votos, aparecía sin aviso, como las lluvias de verano, y siempre, siempre dejaban derruida su fe, que ya solo sobrevivía solamente sostenida por la tozudez propia de su sangre italiana.
Pero pronto lo sabría.
Pronto, una verdad le sería revelada.
Apretó un poco más el paso, la gente ya no era dueña de las calles, la naturaleza, con su utópico desatino, parecía desafiar a quienes habían aprendido a dominarla en las ciudades; la naturaleza era la dueña del momento.
Una mano lo tomó del brazo, una mano que salía del umbral de un edificio abandonado.
Él se detuvo; la lluvia no.
Le habló una boca casi sin dientes, un hombre vestidos con harapos abundantes en mugre:
- Bendígame padre...
( ¿En nombre de quién?, pensó asustado)
No sabia si la sonrisa del mendigo al ser bendecido era de complacencia o de crudo sarcasmo.


2

La noche, la hambrienta noche, lo encontró sentado en un catre duro, leyendo bajo la tenue luz de una lámpara. La lluvia, afuera, había cesado, aunque la humedad se elevaba en el aire; era casi respirar bajo una tela mojada.
El cuarto carecía de ventanas, las paredes despintadas, el ambiente sofocante, todo semejaba lo propio de una cárcel. Un suave sonido de pasos, en armonía con el silencio de la vieja capilla, se extraviaba, se volvía más audible, casi cercano, para volver a perderse, entre las paredes inmemoriales, entre los pasillos oscuros.
Su lectura se detuvo en una frase:
- “El hombre está solo en el mundo”, y su fe volvió a sentir el hormigueo de lo inflexible.
Cavilando, los pensamientos lo llevaron a los inhóspitos paisajes de sus recuerdos, terminando en aquel al que más se aferraba cuando flaqueaban sus creencias, viendo a su padre morir en sus brazos, de un ataque al corazón, aquella mañana desdichada de marzo. Sus ojos lo miraban fijamente, una mano tomaba su pecho, y la otra apretaba la mano de su hijo, aquel muchacho asustado que estaba arrodillado a su lado...
Sus ojos.
¿Acaso el no había visto algo, un fugaz destello en esos ojos moribundos gastados por el tiempo?
“Es Dios llevándose a mi padre” fue el consuelo que encontró ese día, buscando desesperadamente a que aferrarse; se alegró al comprobar que con esa idea bastaba.
Eso, y marcharse del campo donde había muerto su padre, para servir a la religión, fue un solo paso.
Joven, su pasión por los libros era insaciable, y pronto fue reconocido por su increíble cultura y su agradable retórica.
Pero la cultura trocó sutilmente su voluntad en duda.
La fe, que un día fue un inmenso bosque rebosante de vida, era ahora un solitario árbol seco en medio de un árido páramo.
Con el tiempo, ya no pudo ocultar esos cambios, aunque su vida llena de glorias en la iglesia lo moderaba.
“Vi a Dios en esos ojos.” Decía con frecuencia, pero a pesar de eso aquel árbol solitario que era su fe iba secándose, inexorable, sin salvación.
Los libros, como aquel que sostenía en sus manos, eran los culpables. Los obispos habían hablado, claro, era él su mejor promesa, y no habían tardado en darle la cita solicitada.
Él, que al principio creyó que no podría oponerse a la voluntad de la palabra de sus superiores, término por convertirse en un férreo rival de sus doctrinas, y, amparado en su plena retórica y su erudición, su figura opaco la de sus rivales. La gente, muy despacio, había empezado a seguirlo.
Pero, ¿ él anhelaba una Nueva Reforma?
“Vi a Dios en esos ojos”, se contestaba.
No, él solo quería la Respuesta.
Y era eso lo que esperaba, ya tendido en su cama, viendo multiplicarse a las sombras, cuando se supo dormido y, volviendo a ver ese destello cristalino en la mirada de su moribundo padre, se perdió entre la incoherencia laberíntica de los sueños.


3

La mañana, que adivinó por los murmullos nacientes tras las paredes, lo encontró meditando, dudando entre comenzar ese nuevo día, el día en el cual los obispos le enseñarían un nuevo camino, rezando o leyendo sus ateos libros. Optó por lo segundo, pensando que quizás le quedaban pocas horas de hereje.
Su rudimentaria confianza se volcó en la filosofía, esa eterna duda, a pesar de la desolación y el abandono que ésta le transmitía.
¿Pero eran esas sensaciones una verdad, una certeza?
No lo sabía, esa era una respuesta que al resto del mundo le llegaría quizás demasiado tarde, pero a él...
Alguien llamó a la puerta, como acudiendo en su interrogante.
Un murmullo:
- Padre...
- En un momento- contestó.
Escondió los libros bajo el colchón, descartando el bolso en el que los había traído por evidente, aunque con una mueca de fastidio se resignó a que si alguien revolvía el cuarto los encontraría.
Abrió la puerta.
Un hombre, bajo y calvo, más pequeño dentro de su sotana le miró con desconfianza.
- El obispo lo espera- dijo taciturno.
No esperó respuesta para marcharse, arrastrando los pies, mientras él lo observaba perderse en aquel laberinto más digno de hormigas que de hombres. Suspiró un poco molesto por la descortesía, pero la resignación ya había hecho mella en su interior, así que solo cerró la puerta tras de si con la pequeña llave de bronce que le habían dado y camino hacia el estudio del obispo, desandando los pasos de su anterior visita.
Caminaba siempre escuchando pasos, suspiros de conversaciones, risas contenidas, pero no cruzó a nadie en aquellos pasillos de piedra atestados de humedad.
Llegó a la puerta justo cuando se creía perdido, y llamó tres veces.
El monótono rezo que escuchaba dentro cesó; la puerta rechinó al abrirse y una voz conocida lo invitó a pasar.
Se sentaron después de los saludos formales, el obispo convidó café, y el se obligo a beberlo a pesar del amargo sabor que éste tenía.
El tostado lo reconfortó; la conversación no tardó en formarse:
- ¿Siguen tus dudas, hijo?- El tono de superioridad le molestó y se puso a la defensiva.
- “Dios ha muerto”, sentenció un filosofo- dijo. Se detuvo para observar la expresión del obispo, que se mantuvo impasible.
Prosiguió:
- ¿Por qué alguien tardó 2000 años en ponderarlo?
- No tanto si consideras a los maestros de ese esquizofrénico- contestó el obispo. Era fornido y aún joven, pero en su tono de voz dejaba operar la apariencia de la experiencia.
- Así que sigues dudando de la existencia de un Dios creador del universo...
- Le recomiendo a Charles Darwin, obispo. Creo que sus teorías, señor, son reñidas con la ciencia.
- Hijo, hijo, hijo... - cortó su dialogo el obispo. – Creo que no voy a dilatar más tiempo tu visita. Tú estás aquí porque quieres algo que solo yo te puedo dar. Tú quieres ser Dios. Quieres tener las respuestas a todas las preguntas del universo. Bien. No eres el primero y tampoco serás el último.- se puso de pie, un gesto adusto petrificaba su cara.
- Sígueme.- dijo. Él obedeció.
Caminaron por los interminables pasillos; de repente estos se tornaron viejos y lóbregos, estaban ya en otra parte de aquella laberíntica construcción.
El obispo recitaba algo en latín, pero apenas podía escuchar palabras sueltas. Siguieron un largo paseo de casi media hora, el no quería imaginar como haría para salir de allí si tuviera que volverse solo; hacía diez minutos que en los pasillos no se veían puertas.
El obispo habló:
- Éstas construcciones son anteriores aún al siglo diecisiete, la leyenda popular cuenta que unos caballeros cruzados no volvieron a su hogar después de tan particular guerra, siempre de acuerdo con la historia, dicen que vinieron aquí y compraron estas tierras para construir la iglesia y todo esto... es verdaderamente una magnifica construcción... tan antigua y tan bien conservada...
La humedad volvió con la fuerza de la tempestad que anunciaba.
El pasillo terminó en una puerta de goznes dorados. Una gran cruz de piedras brillantes estaba incrustada en ella. “Son diamantes”- pensó asombrado. Dibujado, en una esquina inferior, estaba el escudo de una antigua casta de nobleza.
- Muy bien, hijo- dijo el obispo.- Ésta es tu prueba. Tu respuesta.
Él lo miró dubitativo.
- Esta puerta, desde que la colocaron solo se abre ante las personas sin fe.- dijo.
El obispo tomó el picaporte con ambas manos, y tiró con fuerza hacía abajo pero no consiguió moverlo. Intentó nuevamente, los tendones del cuello estaban tensos como las cuerdas de una guitarra, pequeñas gotas de sudor perlaban su frente, y nada.
- Ahora tú – invitó el obispo.
Aturdido, tomó el picaporte con una mano, y al presionarlo éste cedió.
El obispo lo observaba, y casi con desdén dijo:
- Debes entrar. Allí están tus respuestas.
Él obedeció.
Al entrar, notó con cierto pánico que la puerta se cerraba tras él. Intentó abrirla y no pudo. Su pavor aumentó al escuchar los pasos del obispo alejándose de allí. Se preguntó como llegaría a su cuarto cuando saliera de ese.
Giró, y vio la pequeña habitación, que estaba más que en penumbras. Las paredes estaban talladas en piedra viva, y estaban cubiertas por una densa capa de polvo.
Nadie entraba a limpiar en ese lugar.
Por mobiliario sólo había una mesa en un extremo; allí descansaba una pequeña copa.
“No puede ser”. Pensó confuso.
Se dirigió hacia ella, y la tomó con la mano. Tenía agua, agua que olía al campo donde había vivido desde niño, hasta marcharse tras su fe. Deseo beberla, sabía que allí dormían sus respuestas, y así lo hizo.
El éxtasis inundo su boca.
Como un relámpago.
Su cuerpo cayo al suelo; él ya no estaba allí.
Abrió los ojos.
Estaba en el cuerpo de una niña morena, vestida con harapos, llorando a sus muertos en la orilla del Ganges.
Pestañeó.
Era ahora un anciano pastor, cuidando de su rebaño en una vieja montaña en Serbia.
Pestañeó.
Estaba en la selva colombiana, con un fusil en el hombro, y una pierna convertida en un muñón rojo. Quiso gritar. Pestañeó.
Se perdió en esa marea humana (“Vi a Dios en esos ojos” pensó desesperado) y supo que era parte de lo divino, parte de lo inmortal; solo allí entendió la infinita locura y la absoluta soledad de ser un Dios perdido entre las almas de todos los hombres.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Aguante JP Gutierrez, un cuentazo! ya sabes mis opiniones al respecto por medio de un par de mails que nos mandamos pero igual no queria dejar de reiterarlo aca, ahora me voy a leer Lucas.
Nos vemos loco, mucha suerte con esto

Anónimo dijo...

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“Dios está muerto” Nietzsche
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“Nietzsche está muerto” Dios

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