jueves, octubre 22, 2009

Génesis (Cuento)

Debía de tener unos cinco años la primera vez que noté al hombre parado bajo la lluvia.
Vivíamos con mamá en un pequeñísimo departamento, y como no teníamos televisión, nuestra mayor dicha era mirar por la única ventana de nuestro hogar.
Recuerdo la mano de mamá sobre mi hombro desnudo.
- ¿Es papá? – pregunté.
Ella me levantó con suavidad y me sentó en el comedor, sobre las revistas de tejido que compraba. Me hizo chocolate. Me acarició la cabeza. Dijo que yo no tenía papá. Las aletas de la nariz se expandían mientras hablaba. Mamá era muy bonita, pero las aletas de la nariz se le descontrolaban cuando hablaba.
Yo era un niño enfermo. No iba al colegio ni eso. Tenía enferma la piel. Sólo me bañaba mamá, con una esponja casi seca y con delicadeza. Yo era un niño enfermo.
No me dejaba salir con la lluvia. Mamá, digo. A mi encantaba la forma plateada que tomaban las plantas del jardín. El repiqueteo de las gotas contra el cristal. Ver a la gente correr. Dibujar mi nombre en la condensación del aliento soplado contra el vidrio.
A veces, encerraba al hombre parado bajo la lluvia en cárceles de barrotes transparentes. Lo desvanecía con mi respiración y luego, con la goma del lápiz, le hacía su celda. Arriba y abajo. Izquierda y derecha. Pensaba que así no se escaparía, y cuando terminara de llover podría salir a jugar con él.
Siempre escapaba. Hasta de mis complicados diseños de rombos y trapecios.
Mi madre me dejaba verlo siempre y cuando no preguntara nada.
Yo le llevaba mis autos para que diera un paseo.
Durante el invierno casi no lo veía. Días tristes los del invierno. Mamá cosiendo y cosiendo para afuera. Yo alistaba mis soldados en la comisión de bienvenida del Rey de las Tormentas. Pero él no venía en invierno.
Fui creciendo.
Mamá me enseñó a escribir y a ser más maduro. Mi enfermedad no cedía, pero al parecer yo era lo suficientemente grande como para saber que no debía salir de la casa. A eso se le llama madurar.
El incidente ocurrió a la semana de cumplir mis once años.
Lo vi llegar y todavía las nubes no terminaban de comerse al cielo.
Mamá tejía y llevaba sus lentes. Cuando tiene los lentes no debo molestarla.
Pero yo me sentía muy solo.
Muy solo.
Lo más cercano a un amigo era aquel desconocido que me acompañaba los días grises.
Me decidí. Iba a saludarlo y le preguntaría su nombre.
Los amigos deben saber sus nombres.
Levanté los codos del alféizar. Tomé la gorra que me ponía para mirar cuando había sol, y me la puse por arriba de las orejas. No iba a mojarme. No mucho.
Caminé hacia la puerta casi sin hacer ruido.
El picaporte estaba frío. No lo usábamos mucho en casa.
Lo giré e hizo clic.
- ¡No! – gritó mamá, y se levantó, con tanta mala suerte, que se enredó en sus lanas y cayó al suelo.
- ¡No! – dijo otra vez.
Se había lastimado, pero era mi oportunidad.
Abrí la puerta.
Una brisa húmeda me golpeó la cara.
El aire, afuera, olía como debe oler el paraíso. Al menos mi paraíso.
Inflé los pulmones con esa vida de lluvia cayendo sobre la calle. Cerré los ojos. En esos segundos, el extraño dejó de importarme.
Extendí las manos para atrapar el agua. Sentí que mi piel no sabía como atraparla. El mundo exterior se me escurría.
Entonces, me empujaron hacia adentro.
Caí aparatosamente hacia atrás y me golpeé la cabeza contra una silla de madera.
Abrí los ojos. Me dolía la nuca y todo destellaba violetas y naranjas. Amarillos también.
Y grises.
Allí estaba el hombre.
Él me había empujado.
Me miraba las manos, con los ojos bien abiertos. Respiraba rápido y me miraba las manos.
Yo hice lo mismo.
Sentí los brazos de mamá cruzándose sobre mi pecho.
Mis manos estaban marrones.
Marrones y escurriéndose.
No podía dejar de mirarlas.
Goteaban lodo hacia el suelo.
- Ponlo junto al fuego de la cocina. – dijo el hombre.
Mamá me llevó hacia allí. Él se quedó custodiando la puerta. El departamento es pequeñísimo, así que seguí viéndolo.
Mamá estaba espantada.
- Está muy solo. – le dijo al hombre, que ya estaba de espaldas a nosotros, marchándose.
Él se detuvo. La lluvia palmeaba su cabello negro, sus cansados hombros. La lluvia le daba un tinte plateado.
Se agachó, aún de espaldas, y hundió su brazo derecho en el jardín. Lo hundió hasta el codo.
Sacó un buen trozo de barro.
Y se marchó.

A veces lo vuelvo a ver. Ahora tengo televisor y la lluvia no es tan interesante como antes. Pero él está ahí si me asomo.
Me siento triste por el Rey de las Tormentas. Ya no podemos seguir nuestra amistad.
Es que mi hermana es tan pequeña, y me necesita tanto…

lunes, octubre 19, 2009

El arte perdido de mirar a las nubes(Cuento)

El arte perdido de mirar a las nubes




Se paró frente a la ventana, y sólo pudo pensar en una cosa.
Escapar, escapar, y escapar.
Bajó por las escaleras para evitar a los jefes y a los compañeros que a esa hora buscaban con quien almorzar: silencio, paz, recuperar el arte perdido de mirar a las nubes.
El mediodía lo recibió con una bocanada de vapor que se le pegó a los huesos, como escarabajos jugueteando entre su piel y sus ropas. Compró un jugo de naranja y un sándwich y caminó lo que faltaba hacia el parque. Eligió la sombra de un arce, y se sentó en la tierra. No se le ocurrió pensar en el traje.
Bebió cada trago estirando el cuello, absorbiendo cada gota como si fuera un néctar reservado para algún Dios, y comió con la fruición de la hora de descanso.
Cruzó los brazos tras la nuca, y se acostó en el suelo cuan largo era. El cosquilleo de una hormiga le recordó la falta de medias.
- Debes traer medias. No puedes venir sin medias. ¡Y que alguien te corte el cabello!
Sonriendo miró hacia el cielo.
Las nubes.
Por lo bajo y sobre la espalda del viento corrían unas pequeñas y blancas, esponjosas como el pan recién horneado; y más arriba, arriba hasta el cielo azul, las oscuras, las hermanas mayores, las malhumoradas hermanas mayores, discutiendo entre ellas.
La alarma de su reloj sonó. Quince minutos para volver.
- Tienes que estar a las dos en punto. Las dos y cinco no es las dos en punto.
Maldita sea, era tan difícil. Horarios, medias y cabellos. Tiempo y más tiempo. Todavía no te puedes ir. Necesito que vengas el domingo.
Y que mejor almohada que el cielo. Sus ojos bebían de él como si fuera un inabarcable manantial antiguo, y vaya si lo era. Cielo, nubes, el arte perdido, y más allá, tan acá, la paz perdida. No esa basura de dormir una noche con tranquilizantes, no la mentira de la última cuota del auto. Nada allá atrás, nada más verdadero que el cielo que no se le negaba a quien quisiera poseerlo. Amante desinteresado. Ahora le hacía el amor. Y las nubes venían, se acercaban, quién era aquel que las miraba de esa forma.
Apagó la alarma con un movimiento de muñeca.
Sus ojos se estremecieron al abrirse un claro y dejar paso a tímidos rayos de sol, que cual espadas en la caja de un mago atravesaban secantes el aire gris y se estrellaban en la tierra.
¿Qué importaba su nombre? ¿Quién era ante la majestuosidad escalofriante de la belleza indiferente? ¿Acaso importaba su nombre, su historia?
¿Acaso el sol no moriría de la forma más bella y en un tiempo tan lejano y ajeno como imprevisible?
El ruido de los coches se alejaba. Los insultos, los falsos profetas, las mentiras, las medias también y junto a esas cosas quedaban atrás todos aquellos que alzaban las manos ante el miedo, ante sus propios monstruos, ante lo que habían construido y que hoy se erguía amenazante y trataba de borrarlos de un manotazo: La Sociedad.
Bajó sus párpados, y se perdió en un rojo, en destellos naranjas y ocres de tanta luz bebida, en la caricia del viento que hablaba con las voces de los muertos.
Allí estaba, recordado y reclamado nada más que por algunos, avergonzado de lo que es, de lo que fue, de lo que será, de ser parte de un extraño ser monumental que lo necesitaba como a un hijo, pero lo despreciaba como a un insecto.
Y abrió los ojos, las nubes cada vez más cerca: llovería, pero que importaba, el agua sólo complicaría más las cosas, le mostraría la mugre de la ciudad, la hipocresía correría como sangre por las calles: una sangre oscura, inmunda, implacable.
Cada vez más, cada vez más el blanco, la pureza, la naturaleza, la belleza, la verdad tan evidente como la carta robada de Poe, la Vida inalcanzable y al alcance de todos, el calor del aliento de Dios, la jeroglífica llave hacia los sentidos.
Aspiró profundo las hebras que se desprendían del parque, pero era cada vez menos verde y cada vez más nube, más y más nube. Los brazos cruzados tras la nuca, y el cielo inabarcable, el cielo amante y el cielo atroz. El gran, gran sol, el rojo talón de quien ha caminado milenios ocultándose tras los conejos de algodón, los rostros de algodón, y él alquilaba un sótano porque no podía otra cosa y entonces el cielo se le negaba, las estrellas se le negaban. Y cada vez más y más cerca, sentía que si estiraba el brazo podría tomar un pedazo de nube y conocer su sabor, conocer cual era el gusto de la magia, el gusto de lo inmortal, el sabor del olvido.
Estiró el brazo, perezoso, los vellos del brazo acariciados por el viento, y en efecto ahí estaba, entre sus dedos, el pedazo atrapado de nube.
Miró hacia los costados, hacia abajo.
El parque era una diminuta mancha verde muy, muy lejos debajo de él.
Al caer sólo tuvo tiempo de aullar como un lobo herido, de pensar que lo negado, lo inasible, era el sabor más hermoso, más maravilloso que puede tener la vida.