domingo, septiembre 27, 2009

El ángel y el pantano(cuento)

El ángel y el pantano.


La vio descender como si fuera una lágrima en el rostro de la playa, la vio descender a los labios húmedos y abiertos del mar. Se quedó inmóvil, hamacado por la suave brisa de sal. La vio entrar al agua sin más, como quién no va a detenerse. ¿Y quién la detendría? ¿Quién podría prestarle la más mínima atención?

El jorobado se vio irradiado en los rasgos de la muchacha. Si para todos era fea, delgada, malformada, para él era la señal de un destino.

Anik había nacido quién sabe donde, lo que importa en esta historia es que un viejo pescador lo encontró flotando cerca de unos pantanos donde abundaban los cocodrilos, flotando en un pequeño canasto lleno de insectos y de barro, y el viejo, abrumado por una soledad que lo envolvía como una de sus redes, lo adoptó como suyo, y lo que era más importante, le dijo:

- Anik, si tuvieras que haber muerto, habrías muerto. La muerte no se lleva a los que tienen asuntos pendientes.

Y recordó tempestades, y tiburones, recordó sus expediciones a las ciénagas de cocodrilos.

El jorobadito lo miraba y babeaba, lo miraba y lo traspasaba, pero igual comprendía.

Y la niña descendía al mar.

Dejó su saca y su lanza(al parecer, ser el basurero de la playa era la única tarea que le permitirían realizar en su vida) y corrió hacia ella.

- ¡Eh señorita!

Ella tenía hundido medio cuerpo, los ojos en un punto del moribundo, infernal atardecer.

Anik se arrojó al agua, mojándose el gris uniforme que cubría su cuerpo obsceno, y la tomó por el hombro que estaba más alejado de la turgencia en su espalda.

La giró y ella no se opuso.

Su rostro, desproporcionado como el suyo, le pareció hermoso.

Anik trató de erguirse, lo que era poco más que imposible, trató de serenarse.

La miró a los ojos, a la profundidad de los ojos, y fue como zambullirse en un estanque frío y aquietado. La tristeza de ser diferente le había robado la alegría, y Anik se sintió ahogado en tanta melancolía.

No supo que decir.

Quería decirle que estaba bien, que estaba todo bien, que eran patitos feos, pero estaba bien, ya no estarían más solos, ya no tendrían que llorar por no encontrar otro patito feo en el estanque, quería decirle que el destino es así, puede llegar tarde pero llega, y que si ella tuviera que haber entrado a la boca del mar, él no hubiera estado ahí para impedirlo.

Sólo se escuchaba el rumor de las olas chocando contra sus cuerpos, contra sus maltrechos cuerpos.

Pero no podía articular palabra.

- ¡Usted! ¡Saque las manos de mi hija, monstruo!

Sintió el insulto como un aguijonazo traicionero, siempre era así, y el hecho de que se lo dijera el padre de alguien de su condición lo hería aún más.

- ¡Papá! – gritó la muchacha. - ¡Papá, él no...!

El padre venía hacia ellos dando grande pasos en la arena, como si fuera el dueño del mundo.

- Perdón... perdón, no sé que hacía – le dijo la jorobadita.

Ahora si miraba a Anik, lo recorría como quien se ve un espejo.

- Me llamo Luana. Ese es mi padre, el doctor Mawler. Te pido que lo disculpes.

- ¡Hija! ¡Ven aquí!

- Mi nombre es Anik.

- Anik... Yo... estoy de vacaciones, ¿sabes? Estas playas... No hay mucha gente...

Mucha gente que se espante quería decir. Mucha gente que se espante al ver el semidesnudo cuerpo malformado de una jovencita.

Anik vio su uniforme gris. Eran las reglas, él no las hacía. Si quería trabajar en la playa juntando basura, nunca, nunca debía ir con el torso desnudo. Reglas.

- ¡Hija!

Al parecer al padre no le gustaba llamar a su hija por su nombre. Era como cuando no quieres que te guste un perro: No le pones nombre, le dices perro y nada más

- Yo... muchas gracias Anik.

Se alejó dejándolo en el mar, aquel mar que abrazaba a todos por igual.

El sol se hundía como herido de muerte, y Luana se giró para verlo una vez más.

Y le sonrió.

Y esa sonrisa roja fue como si Anik hubiera estado mucho, mucho tiempo en la oscuridad y de repente se hubiera encendido una potente lámpara, como ver nacer una estrella en el oscuro abismo de los tiempos.

La vio subir al enorme hotel que se levantaba en esa playa alejada, hotel que con una habitación alquilada se aseguraba los gastos de un mes.

Luana era hija de padres ricos.

Darse cuenta de ello entristeció a Anik, y entendió algo: estaba enamorado.

Caminó envuelto en la incipiente noche que todo lo mordía, caminó flotando entre las gelatinosas nubes del amor y de la incertidumbre.

Recordó al padre de Luana, el bigote enorme en su cara, los gritos de monstruo, y suspiró, suspiró un dolor largo y que no conocía del todo.

Llegó a la casucha que compartía con el viejo cada vez más viejo, y se recostó sobre su catre.

- ¿Qué tienes Anik? – gimió el anciano, articulando cada palabra como si fuera la última que diría su voz gastada.

- Nada papá. Nada de nadas. No quiero más que dormir y que me lleve el Señor que te Cierra los Ojos.

- Anik... – dijo el viejo pescador, y se acercó al jorobadito y le acarició el abultado rostro. - ¿Te conté acerca de cómo te encontré?

- Muchas veces...

- Estaba en la bahía, sin pescar nada por semanas culpa del huracán. – el viejo parecía no escucharlo. – y al agacharme a recoger la red vacía otra vez, lo vi.

- El ángel – dijo Anik, y alcanzó a sonreír. Esa parte era su preferida.

- Si, el ángel, Anik. Y estaba volando sobre el pantano. – El viejo entrecerró los ojos, casi como si volviera a verlo. – Y miré alrededor y nadie lo había notado. Le grité al Relojero, y el miró al cielo y me miró confundido: “Es sólo el brillo del sol, viejo loco” me gritó. Y el ángel seguía volando sobre el pantano. Así que tomé mi bote, y...

- ... Me fuiste a buscar...

- No te buscaba a ti Anik. Buscaba mi destino. ¿Y sabes cual era? Encontrarte a la deriva entre tres lagartos de más de seis metros. ¿Y que pensé cuando te tuve en mis brazos?

Esa parte era nueva para Anik. Que había pensado su padre adoptivo.

El viejo parecía estar en otra parte, casi como si se estuviera durmiendo. Y era eso lo que estaba haciendo. Justo antes de cerrar los ojos, dijo algo:

- La vida es un constante milagro.

Y se quedó dormido.

Anik lo miraba, sentado en la silla que había acercado, lo miraba y no sabía que hacer, que esperaba su padre que hiciera.

Se levantó, confundido, y salió a atrapar algo de noche.

Deambuló hasta el hotel, y vio que había fiesta.

Se acercó a las ventanas, y vio la gente bonita bailar y reír, comer y reír, conversar y reír. Era tanto lo que algunos tenían, tanto. Una sola mirada sin desprecio le hubiera bastado a Anik para volver feliz a su casa.

Pero no la habría.

Se quedó un buen rato, detrás del delgado pero infinito cristal que lo separaba del resto de los hombres. ¿Qué podía esperar Luana de él?

Y entonces la vio.

Estaba sentada en un trono de sombras, con la mirada recorriendo el suelo, la eterna Reina de la Desesperación.

Anik golpeó la ventana, con cautela, hasta que le llamó la atención.

Al verlo, su rostro se contrajo como si tratara de recordar algo, y al final recordó.

Luana sonrió, y lo saludó con el movimiento ligero de la mano.

Antes de que pudiera contestarle el saludo, la ventana se abrió con violencia, como una boca que se sorprende, y de ella salieron dos brazos que tomaron al jorobado por los hombros, y de un tirón lo metieron al salón, donde lo arrojaron al piso.

- ¡Te dije que no molestaras a mi hija, engendro! – le gritó el padre de Luana antes de darle una patada en la cara.

Anik aulló, y cayó otra vez antes de poder reincorporarse.

- ¡No papá! – gritaba Luana. La gente se apiñaba alrededor, pero nadie hacia nada por defenderlo, y tampoco Anik lo esperaba.

Soportó los golpes hasta que su agresor se sintió satisfecho, o quizás cansado, y fue olvidado en un rincón donde un mozo compasivo que lo conocía de la playa le alcanzó un vaso de agua.

- La niña quiere verte. – le dijo, y fue como si al sediento le cayera una cascada.

- ¿Donde está? Yo también quiero verla. Quiero que sepa que no seguiremos solos.

El mozo lo fue llevando a los empujones hasta una salida lateral, y una vez fuera lo condujo a través de un jardín y atravesaron una glorieta, bajaron un sendero de piedra y subieron por el caracol de otra escalera. Volvieron a entrar al edificio, y el mozo le dio una llave.

- Es una niña muy buena la señorita Luana. – le dijo – Ésta es la llave de su habitación. Debes subir por la escalera doce pisos, o pueden verte.

- Gracias.

- ¿Tú eres el de los cocodrilos, verdad? ¿Tú eres el hijo del loco del muelle cinco?

Esa era una descripción no del todo errada de su padre.

- Sí - contestó.

- Bueno, dile si lo ves que deje de buscar ángeles, y se dedique un poco más a protegerte, hijo

- Le diré

- Buen chico

Sí, a pesar de que era una persona buena dentro de todo no dejaba de tratarlo como si fuera una mascota.

Anik entró a la habitación de Luana sin golpear, agitado por el trajín de los doce pisos subidos por escalera.

- Mi padre no deja que use el ascensor. Es por que cree que en espacios pequeños asusto más a la gente.

- Como yo. No puedo usar el autobús.

Luana sonrió con amargura.

- Vine a decirte que ya no debes preocuparte. Nunca más estarás sola.

Ella era mucho más inteligente, Anik solo tenía su corazón.

Luana se acercó a un gran ventanal, y lo abrió.

Fuera, la noche seguía su marcha indiferente y absurda.

- Anik, aquí nunca seremos felices. – dijo Luana, dándole la espalda, y luego, suspirando como quien llega al fin de un largo viaje, se arrojó por la ventana.

Anik corrió, y mientras lo hacía, recordó una vez más a su padre.

Y comprendió.

Se arrojó tras ella, se arrojó al vacío, y recordó también la ciénaga llena de cocodrilos, las golpizas de los niños, las piedras y el constante grito de monstruo, lo recordó mientras caía, con los brazos junto a su cuerpo, cada vez más cerca de Luana.

- La vida es un eterno milagro. – dijo, y lo repitió mientras sentía al fin como su joroba se desgarraba, como nacían sus alas, como atrapaba a la niña a centímetros del suelo, como volaba con ella en brazos a los cielos lejanos donde jamás nadie, o tal vez solo algún viejo pescador, podría encontrarlos.

viernes, septiembre 11, 2009

Intervalo entre dos mundos(Cuento)

Todo se había aquietado tras el viento y sólo quedaba el rumor de una pequeña brisa sobre el techo de zinc. Por un instante, esa fue la voz con la que hablaba el universo. Marcos olfateó el olor de la pólvora quemada, sintió como el caño humeante del revólver le quemaba el muslo, y aún así no podía volver de ese intervalo entre dos mundos que el estampido había abierto.
Afuera, el ulular de un búho daba inicio al concierto nocturno, y al regreso de la eufonía externa. Era como si tras la bala se hubiera disparado la eternidad de una acción de la que no había retorno alguno, y en silencio, el cosmos a su alrededor estuviera juzgando la aberración que había cometido. Y, como si una siniestra maquinaria se hubiera puesto en marcha tras la explosión, todo regresó de algún modo a retomar su absurda y eterna marcha, pero Marcos sabía que lo que regresaba estaba lejos de ser el mundo al que pertenecía antes de haber disparado. La brecha por la que entró en ese útero de barro y sombras se había abierto unos segundos, y él había entrado.
Marcos aún izaba la mano con la nota: “¿Querés conocer al amante de tu mujer?”decía, y abajo la dirección e indicaciones que lo llevaron a ese perdido cuarto trasero en uno de los viejos depósitos de trenes que no visitaban ni los mendigos.
Se mantuvo inmóvil.
Era como si el hecho de dar un paso hacia algún lado activara la trama que el Destino tenía para él preparada: la policía, la persecución, la cárcel, la muerte en vida.
Se había abierto un paréntesis en su tranquila existencia, una pausa en el que un omnisciente relator destruyó su mundo anterior como si le regalara un íntimo Apocalipsis, y esta digresión ya se cerraba implacable, asfixiándolo, negando cualquier escape posible.
Distinguía un papel agarrotado entre las manos del cadáver del hombre al que había disparado antes de que pudiera salir de la oscuridad que le velaba el rostro.
Se acercó, como quien le estuviera robando eso al muerto, y lo tomó en las manos.
No quería leerlo.
Claro, él ya sabía a quién había matado.
En el breve instante en el que abrió el papel, se recordó llegando al lugar hecho una furia, repitiéndose una y otra vez: “ya sabía, ya sabía”, como si esa frase fuera un conjuro que evitara lo que iba a pasar.
Pensaba en Ana, su esposa, escapándose de él todo el tiempo, que el cine, que las compras, que la mar en coche, y él sabía, sí, el lo sabía desde el momento en que la conoció, pero cegado por el amor había creído en su palabra.
Y Ana se burlaba en su cara, con otro infeliz que hasta había tenido la desfachatez de citarlo para probar su hombría.
Tenía la pistola amartillada aún antes de cruzar por los vagones oxidados y los rieles llenos de yuyos. Lo único que quería en el mundo era que el plomo cayera sobre quien fuera el traidor. 
Y así lo hizo, apenas distinguió un bulto en la oscuridad disparó sin piedad, sin dar tiempo a ninguna agresión ni tampoco a una explicación, como si la sentencia a muerte fuera la única respuesta posible a su deshonra, la única respuesta que lo dejaría dormir tranquilo.
Y ahora, piensa que la suerte es un animalito que te esfuerzas en atrapar, pero que asfixias tarde o temprano entre tus manos.
Lee el papel. Su suerte está asfixiada.
Ni siquiera podrá alegar locura.
Dice: “Sabía que dudabas siempre de mi. Lo sabía y era insoportable. Los horarios, los controles. No puedo seguir viviendo al lado de alguien así. Pero te amé, y de algún modo lo sigo haciendo. Ana.”
Da un paso hacia atrás, y lo que oye vuelve a paralizarlo.
Todo se aquietó de golpe, tras el viento, y a Marcos, en su nuevo mundo, sólo lo acompañaba el rumor de una pequeña brisa sobre el techo zinc y el llanto de una cada vez más cercana sirena.




martes, septiembre 01, 2009

A propósito del juicio por Cromagnon

Una reflexión luego del juicio por la tragedia de Cromagnon.


En una novela corta que escribí(cuando escribía) solté los fantasmas de aquella noche.
Dice así:

"Es el año 2008, estoy en Argentina, y luego de un par de años de tranquilidad vuelven a agitarse fantasmas del pasado. Este bendito pueblo tiende a revolcarse sobre sus muertos. Festejamos la muerte de nuestros próceres. No reaccionamos ante nada excepto la muerte. La tragedia de Cromagnon donde murieron casi 200 personas nos abrió los ojos a nuestras propias falencias. Recuerdo haberme levantado esa noche a las dos de la mañana, y haber encendido el televisor sin motivo alguno. La pantalla de Crónica mostraba una calle, y en esa calle, un chico con el torso desnudo, sin vida. Era tan absurda la forma en la que estaba tirado(un musulmán orando hacia la Meca pensé) que tardé en darme cuenta. Yo esperaba que se levantase. Nadie le prestaba atención, los bomberos corrían desesperados, la policía estaba tan desorientada que parecía más dispuesta a reprimir que a ayudar, y ese cuerpo anónimo no se levantaba. No sé cuanto espere que lo hiciera. Quizás si se levantaba significaba que no había tal tragedia, que había muertos, sí, pero la situación había sido contenida y controlada a tiempo. No fue así. El conteo de muertos recién comenzaba. El pibe siguió ahí, en esa extraña postura, y la cámara siguió su rumbo, abandonándolo también. Ahí me aferré a una silla porque sentí que me desmoronaba. El caos, la destrucción, el fuego, me recordaron un verso de Rilke: "Dios, concédele a cada cual su propia muerte". Todos los que conocíamos el ambiente del rock sabíamos que era potencial que pasara una tragedia relacionada con las bengalas encendidas en lugares cerrados... pero, ¿Por qué ahí? ¿Por qué esa noche? ¿Por qué las puertas de emergencias cerradas? ¿Por qué tantas coincidencias nefastas arrancándonos tantas vidas?"




La culpa no es de Callejeros.
La culpa no es de Chabán.
La culpa es de todos. Le podria haber pasado a cualquiera. Le tocó a chaban y a Callejeros. Pero bengalas y gente apretada había en la mayoría de los recitales. Hace un par de años, Living Colours tocó en el pequeño galpón del Centro Cultural General Paz, y en la única entrada y salida, había una estructura tubular de las que se usan para colocar andamios para impedir que la gente entrara(o saliera) sin pagar. Hace poco sacaron del Jockey a más de 1500 personas de un salon habilitado para 120. 
De lo unico que tienen culpa todos, y me incluyo y te incluyo, es de ser cancheritos y argentinos. De los pibes q tuvieron ahí esa noche estoy seguro que ninguno se fue a quejar porque no había medidas de seguridad. Somos así y duele admitirlo, más fácil es meter en cana a unos cuantos y que siga el baile hasta el próximo Cromagnon.
Los límites de la culpa son borrosos salvo que tengas a alguien a quien culpar.




Ojalá que esta herida no cicatrice y nos haga concientes.