jueves, febrero 09, 2006

El hombre que quiso ser Dios

En mi nueva entrada(creo que estoy comenzando a entender como funciona esta cosa) postéo el cuento que publiqué el año pasado por una editorial de Buenos Aires. Lo escribí con cuarenta grados de fiebre, con penicilina circulándome por cada vena de mi cuerpo. El resultado salta a la vista.






El hombre que quiso ser Dios

1

Las eternas lluvias de junio lo encontraron caminando apaciblemente por las calles de la antigua ciudad, perdido entre un sinfín de rostros sin nombre que buscaban presurosos resguardo de las inclemencias del tiempo. Su destino lo esperaba, y él lo sabía, por eso su caminata tenía mucho de paseo, de contemplación mundana.
Alguien, de cuando en cuando, levantaba la vista, enarcaba las cejas al verlo, y lo saludaba con una pequeña reverencia.
Eran rostros de respeto bajo la cortina de vidrio que bajaba pétrea desde el cielo.
Respeto. ¿Por qué no?
Su atuendo siempre inspiraba eso entre los creyentes.
La duda teológica (¿existe?) empezó a horadar nuevamente su castigada mente, tal como esta lluvia horadaba la blanda tierra de las calles. La comparación súbitamente le pareció magnífica.
La herejía (¿Existe?) que usualmente carcomía sus sagrados votos, aparecía sin aviso, como las lluvias de verano, y siempre, siempre dejaban derruida su fe, que ya solo sobrevivía solamente sostenida por la tozudez propia de su sangre italiana.
Pero pronto lo sabría.
Pronto, una verdad le sería revelada.
Apretó un poco más el paso, la gente ya no era dueña de las calles, la naturaleza, con su utópico desatino, parecía desafiar a quienes habían aprendido a dominarla en las ciudades; la naturaleza era la dueña del momento.
Una mano lo tomó del brazo, una mano que salía del umbral de un edificio abandonado.
Él se detuvo; la lluvia no.
Le habló una boca casi sin dientes, un hombre vestidos con harapos abundantes en mugre:
- Bendígame padre...
( ¿En nombre de quién?, pensó asustado)
No sabia si la sonrisa del mendigo al ser bendecido era de complacencia o de crudo sarcasmo.


2

La noche, la hambrienta noche, lo encontró sentado en un catre duro, leyendo bajo la tenue luz de una lámpara. La lluvia, afuera, había cesado, aunque la humedad se elevaba en el aire; era casi respirar bajo una tela mojada.
El cuarto carecía de ventanas, las paredes despintadas, el ambiente sofocante, todo semejaba lo propio de una cárcel. Un suave sonido de pasos, en armonía con el silencio de la vieja capilla, se extraviaba, se volvía más audible, casi cercano, para volver a perderse, entre las paredes inmemoriales, entre los pasillos oscuros.
Su lectura se detuvo en una frase:
- “El hombre está solo en el mundo”, y su fe volvió a sentir el hormigueo de lo inflexible.
Cavilando, los pensamientos lo llevaron a los inhóspitos paisajes de sus recuerdos, terminando en aquel al que más se aferraba cuando flaqueaban sus creencias, viendo a su padre morir en sus brazos, de un ataque al corazón, aquella mañana desdichada de marzo. Sus ojos lo miraban fijamente, una mano tomaba su pecho, y la otra apretaba la mano de su hijo, aquel muchacho asustado que estaba arrodillado a su lado...
Sus ojos.
¿Acaso el no había visto algo, un fugaz destello en esos ojos moribundos gastados por el tiempo?
“Es Dios llevándose a mi padre” fue el consuelo que encontró ese día, buscando desesperadamente a que aferrarse; se alegró al comprobar que con esa idea bastaba.
Eso, y marcharse del campo donde había muerto su padre, para servir a la religión, fue un solo paso.
Joven, su pasión por los libros era insaciable, y pronto fue reconocido por su increíble cultura y su agradable retórica.
Pero la cultura trocó sutilmente su voluntad en duda.
La fe, que un día fue un inmenso bosque rebosante de vida, era ahora un solitario árbol seco en medio de un árido páramo.
Con el tiempo, ya no pudo ocultar esos cambios, aunque su vida llena de glorias en la iglesia lo moderaba.
“Vi a Dios en esos ojos.” Decía con frecuencia, pero a pesar de eso aquel árbol solitario que era su fe iba secándose, inexorable, sin salvación.
Los libros, como aquel que sostenía en sus manos, eran los culpables. Los obispos habían hablado, claro, era él su mejor promesa, y no habían tardado en darle la cita solicitada.
Él, que al principio creyó que no podría oponerse a la voluntad de la palabra de sus superiores, término por convertirse en un férreo rival de sus doctrinas, y, amparado en su plena retórica y su erudición, su figura opaco la de sus rivales. La gente, muy despacio, había empezado a seguirlo.
Pero, ¿ él anhelaba una Nueva Reforma?
“Vi a Dios en esos ojos”, se contestaba.
No, él solo quería la Respuesta.
Y era eso lo que esperaba, ya tendido en su cama, viendo multiplicarse a las sombras, cuando se supo dormido y, volviendo a ver ese destello cristalino en la mirada de su moribundo padre, se perdió entre la incoherencia laberíntica de los sueños.


3

La mañana, que adivinó por los murmullos nacientes tras las paredes, lo encontró meditando, dudando entre comenzar ese nuevo día, el día en el cual los obispos le enseñarían un nuevo camino, rezando o leyendo sus ateos libros. Optó por lo segundo, pensando que quizás le quedaban pocas horas de hereje.
Su rudimentaria confianza se volcó en la filosofía, esa eterna duda, a pesar de la desolación y el abandono que ésta le transmitía.
¿Pero eran esas sensaciones una verdad, una certeza?
No lo sabía, esa era una respuesta que al resto del mundo le llegaría quizás demasiado tarde, pero a él...
Alguien llamó a la puerta, como acudiendo en su interrogante.
Un murmullo:
- Padre...
- En un momento- contestó.
Escondió los libros bajo el colchón, descartando el bolso en el que los había traído por evidente, aunque con una mueca de fastidio se resignó a que si alguien revolvía el cuarto los encontraría.
Abrió la puerta.
Un hombre, bajo y calvo, más pequeño dentro de su sotana le miró con desconfianza.
- El obispo lo espera- dijo taciturno.
No esperó respuesta para marcharse, arrastrando los pies, mientras él lo observaba perderse en aquel laberinto más digno de hormigas que de hombres. Suspiró un poco molesto por la descortesía, pero la resignación ya había hecho mella en su interior, así que solo cerró la puerta tras de si con la pequeña llave de bronce que le habían dado y camino hacia el estudio del obispo, desandando los pasos de su anterior visita.
Caminaba siempre escuchando pasos, suspiros de conversaciones, risas contenidas, pero no cruzó a nadie en aquellos pasillos de piedra atestados de humedad.
Llegó a la puerta justo cuando se creía perdido, y llamó tres veces.
El monótono rezo que escuchaba dentro cesó; la puerta rechinó al abrirse y una voz conocida lo invitó a pasar.
Se sentaron después de los saludos formales, el obispo convidó café, y el se obligo a beberlo a pesar del amargo sabor que éste tenía.
El tostado lo reconfortó; la conversación no tardó en formarse:
- ¿Siguen tus dudas, hijo?- El tono de superioridad le molestó y se puso a la defensiva.
- “Dios ha muerto”, sentenció un filosofo- dijo. Se detuvo para observar la expresión del obispo, que se mantuvo impasible.
Prosiguió:
- ¿Por qué alguien tardó 2000 años en ponderarlo?
- No tanto si consideras a los maestros de ese esquizofrénico- contestó el obispo. Era fornido y aún joven, pero en su tono de voz dejaba operar la apariencia de la experiencia.
- Así que sigues dudando de la existencia de un Dios creador del universo...
- Le recomiendo a Charles Darwin, obispo. Creo que sus teorías, señor, son reñidas con la ciencia.
- Hijo, hijo, hijo... - cortó su dialogo el obispo. – Creo que no voy a dilatar más tiempo tu visita. Tú estás aquí porque quieres algo que solo yo te puedo dar. Tú quieres ser Dios. Quieres tener las respuestas a todas las preguntas del universo. Bien. No eres el primero y tampoco serás el último.- se puso de pie, un gesto adusto petrificaba su cara.
- Sígueme.- dijo. Él obedeció.
Caminaron por los interminables pasillos; de repente estos se tornaron viejos y lóbregos, estaban ya en otra parte de aquella laberíntica construcción.
El obispo recitaba algo en latín, pero apenas podía escuchar palabras sueltas. Siguieron un largo paseo de casi media hora, el no quería imaginar como haría para salir de allí si tuviera que volverse solo; hacía diez minutos que en los pasillos no se veían puertas.
El obispo habló:
- Éstas construcciones son anteriores aún al siglo diecisiete, la leyenda popular cuenta que unos caballeros cruzados no volvieron a su hogar después de tan particular guerra, siempre de acuerdo con la historia, dicen que vinieron aquí y compraron estas tierras para construir la iglesia y todo esto... es verdaderamente una magnifica construcción... tan antigua y tan bien conservada...
La humedad volvió con la fuerza de la tempestad que anunciaba.
El pasillo terminó en una puerta de goznes dorados. Una gran cruz de piedras brillantes estaba incrustada en ella. “Son diamantes”- pensó asombrado. Dibujado, en una esquina inferior, estaba el escudo de una antigua casta de nobleza.
- Muy bien, hijo- dijo el obispo.- Ésta es tu prueba. Tu respuesta.
Él lo miró dubitativo.
- Esta puerta, desde que la colocaron solo se abre ante las personas sin fe.- dijo.
El obispo tomó el picaporte con ambas manos, y tiró con fuerza hacía abajo pero no consiguió moverlo. Intentó nuevamente, los tendones del cuello estaban tensos como las cuerdas de una guitarra, pequeñas gotas de sudor perlaban su frente, y nada.
- Ahora tú – invitó el obispo.
Aturdido, tomó el picaporte con una mano, y al presionarlo éste cedió.
El obispo lo observaba, y casi con desdén dijo:
- Debes entrar. Allí están tus respuestas.
Él obedeció.
Al entrar, notó con cierto pánico que la puerta se cerraba tras él. Intentó abrirla y no pudo. Su pavor aumentó al escuchar los pasos del obispo alejándose de allí. Se preguntó como llegaría a su cuarto cuando saliera de ese.
Giró, y vio la pequeña habitación, que estaba más que en penumbras. Las paredes estaban talladas en piedra viva, y estaban cubiertas por una densa capa de polvo.
Nadie entraba a limpiar en ese lugar.
Por mobiliario sólo había una mesa en un extremo; allí descansaba una pequeña copa.
“No puede ser”. Pensó confuso.
Se dirigió hacia ella, y la tomó con la mano. Tenía agua, agua que olía al campo donde había vivido desde niño, hasta marcharse tras su fe. Deseo beberla, sabía que allí dormían sus respuestas, y así lo hizo.
El éxtasis inundo su boca.
Como un relámpago.
Su cuerpo cayo al suelo; él ya no estaba allí.
Abrió los ojos.
Estaba en el cuerpo de una niña morena, vestida con harapos, llorando a sus muertos en la orilla del Ganges.
Pestañeó.
Era ahora un anciano pastor, cuidando de su rebaño en una vieja montaña en Serbia.
Pestañeó.
Estaba en la selva colombiana, con un fusil en el hombro, y una pierna convertida en un muñón rojo. Quiso gritar. Pestañeó.
Se perdió en esa marea humana (“Vi a Dios en esos ojos” pensó desesperado) y supo que era parte de lo divino, parte de lo inmortal; solo allí entendió la infinita locura y la absoluta soledad de ser un Dios perdido entre las almas de todos los hombres.

sábado, febrero 04, 2006

Lucas

Éste es primer cuento que le regalo, a nadie, a todos: Lucas

Lucas

Por J.P. Gutiérrez


I
Creo que todo comenzó cuando Tío Alberto trajo, en una visita a la estancia, un libro entre sus manos. Tío Alberto siempre traía algo para mí, y aunque Martita se ponía celosa porque no recibía nada, se alegraba de verme alegre a mí. Yo suponía, por esa época ya era perspicaz, que el regalo trataba de compensar su ausencia en el hogar y lo poco que le importaba la familia de su hermano. Ese no era mi problema, mi familia me importaba ya que yo le importaba a ellos más que Martita, así que recibía los regalos de Tío Alberto sin ningún peso de conciencia.
- Espero te guste tu primer libro de verdad, niño. – Me dijo, y yo pensé: al diablo si estaba enamorado de mamá, al diablo si papá lo quería lejos de casa por más que fuera su único hermano, Tío Alberto sabía como llegarme al corazón.
- Primero – dijo, sin dejar de mirarme a los ojos. – Hay que hacer esto.
Y abriendo el libro en una página cualquiera me lo acercó a la nariz y me dijo que aspirara fuerte.
- ¿A que huele? – No dejaba de escrutarme con sus grande ojos celestes. Esos ojos melancólicos que yo sabía aún enamorados de mi madre.
- A viejo – dije.
Tío Alberto sonrió.
- ¿A misterio? – agregué
Me abrazó y me mandó a guardarlo hasta la noche.
Desde entonces, nunca me pierdo el placer de oler un libro antes de leerlo. No me creo adivino, pero algunas veces acierto sobre el contenido de una obra con la sola ayuda de mis tibias fosas nasales.
- Éste me va a aburrir – dije, al olfatear el Rojo y Negro de Stendhal.
- Éste es triste, pero entretenido - al conseguir “El túnel” de Sábato.
Pero siempre volvía a la frase original:
- ¡Aquí huelo a misterio!
Y los tenía a montones.
Tío Alberto notó cual era mi literatura preferida y siempre venía de Buenos Aires con un Poe, un Conan Doyle, un Chandler que me mantuvieran tranquilo en el aburrimiento apático de la estancia.
Papá observaba con disgusto el habilidoso lazo con el que su hermano estaba atrapándome, y tuve que soportar largas cenas donde para conservar las apariencias el odio se guardaba bajo una amarga cubierta de expectante silencio, y se servía de postre.
- Parece que a Martita alguien la está olvidando. – Atacaba mi padre ni bien servido el café. Lo cínico de la afirmación me parecía en extremo gracioso. El único que no se olvidaba de Martita en esa casa era yo.
- Jorge... – decía mamá, como tratando de poner una barrera invisible entre los hermanos. No se daba cuenta de que esa barrera existía desde hacía ya mucho tiempo, y de que solamente se trataba de ella.
Tío Alberto sonreía.
Parecía disfrutar viendo como desmembraba la familia.
- Es solo comentario, Alicia
Y Tío Alberto atacaba con sorna.
- ¿Sabés que Luquitas? – Luquitas era yo. – El mes que viene Borges da una conferencia en Buenos Aires, ¿querés venir conmigo?
- ¡Sí! – Grité de alegría, antes de recordar a papá y sentir su lacerante mirada en mi espalda lamiéndome con su lengua de fuego.
- Bueno, me alegra que te ponga contento. Espero que Jorge no se oponga a que salgas a divertirte conmigo.
Siempre le decía Jorge cuando hablaba conmigo.
Nunca “Tu papá”.
Jorge(mi papá) revolvía su taza como si para tomarla tuviera hasta el final de los tiempos, y ahora miraba a los ojos a Tío Alberto.
Yo estaba en el medio.
Para cualquier novato del misterio, aquello hubiera sido la mar de divertido, pero para mí, Luquitas, era un aburrido columpio del que me quería bajar.
Martita tiró un tenedor al piso, pero aún así nadie le prestó atención. Pobre niña desesperada.
Mamá intentó hablar y poner calma(Mamá siempre intentaba: Intentaba fingir lo que sentía por Tío Alberto, intentaba amar a su marido, intentaba que la familia no se cayera a pedazos)
- Creó que tu papá no tendrá problemas en darte permiso.
Mamá siempre decía “Tu papá”. Nunca Jorge.
Siempre “Tu papá”, con mayúsculas, como si quisiera convencerse de algo
Pobre mamá, pobre papá, pobre Tío Alberto, queriendo ser tan misteriosos con un chico como yo, que casi siempre acertaba con sus pronósticos los finales de los libros de Agatha Cristie.
¿Querían escudarse en el misterio?
Bueno, tendrían misterio.
Martita dijo una grosería, y se tiró al piso, golpeándose la cabeza.
Nadie se dio cuenta, salvo yo.
Yo era perspicaz.
Y los que nacen perspicaces no viven para disfrutar del misterio, sino para crearlo.
Tío Alberto leyó mis pensamientos.
- Buenos Aires es vieja y misteriosa Luquitas, como tus libros.
- No todos son así. – Dije, y creí necesario no agregar nada más que mutismo, dado que a pesar de que me había hablado a mí, mi tío no dejaba de mirar a los ojos a mi padre.
Una frase cortó como un hacha la mesa en dos.
- ¿Vamos a acostarnos, Jorge?
Mamá y el plural.
Alberto bajó la mirada, vencido ese día.
Todos nos levantamos, y nos fuimos a dormir.
Excepto Martita, claro, que se quedó levantando la mesa con las sirvientas, pero, como de costumbre, nadie lo notó.
Excepto yo, Luquitas, que soy su adorado hermano mayor, y quizás la única persona en la Tierra para la que Martita no es solo una sombra desdibujándose al costado del mundo.

II
A la mañana Tío Alberto salió cabalgando a dar una vuelta en el monte, y mientras lo seguía con la mirada me acordé de mi desayuno enfriándose sobre la mesada de la cocina.
Ahí estaba Martita, tratando de alcanzar una factura en puntas de pie.
- ¿Y mamá? – Pregunté, mientras con mis superiores doce años le bajaba una, y previo comerle el dulce de membrillo se la entregaba.
Y los que piensen ¡Qué injusto Luquitas! sepan que mi hermana sin tenerme a mí a su lado ese momento, no hubiera tenido nada.
Era un acuerdo tácito entre hermanos.
Martita dijo, porque hablaba aunque nadie excepto yo la escuchara, que mamá había salido ni bien papá había marchado a cobrarle la deuda a los Roldán.
La deuda de los Roldán era más vieja que Martita, más vieja que yo, pero ahí estaba y alguien de cuando en cuando tenía que ir a cobrarla.
- Mirá vos... –le dije, pensando en Tío Alberto monte adentro, bien monte adentro.
Martita desapareció (siempre lo hacía, incluso hasta para mí) y me encontré saboreando mi té solo en una aburrida cocina.
La casa en la estancia era vieja, enorme, con muchas habitaciones y pasillos, pero ya sin secretos para mí.
Así que para no aburrirme comencé a inventarlos.
Martita me ayudaba.
Pero aún así, el día en el que desaparecí al mayor de los perros, el Gran danés que se llamaba Gurak, el único golpeado y castigado fui yo.
Incluso cuando acepté ante mi padre que yo lo había desaparecido(diciendo todo eso con el tono del culpable en “El corazón delator” de Poe) Martita estaba conmigo, y gritaba “¡Yo también fui!, ¡Yo también lo desaparecí!” papá ni siquiera se dignó a mirarla, me pegó tres cachetazos y me mandó a dormir.
Martita, viendo lo patético de sus intentos de ser golpeada, optó por callarse y mandarse a dormir sola.
Nadie reclamó por ella en la cena.
Así era de invisible, pobre y despreciada Martita.
Y yo, sin poder dormir, pensé que mi padre podía haberme pegado más(¿acaso no era su mastín preferido?) así que, con sigilo, me acerqué a la habitación donde dormía con mi madre y pegué el oído en la puerta.
Hacia tiempo que sabía decodificar murmullos. Y silencios.
- No sé por qué viene tan seguido – dijo papá - ¿Acaso no sé da cuenta?
- Viene a traerle libros a Lucas.
En la intimidad, aparentemente, yo era sólo Lucas.
- ¿Y qué obligación tiene?
Mamá callaba. Buena estrategia, mamá, pero papá sabe manejarla.
- Y vos. ¿Podés disimular un poco, no?
- ¿Disimular qué, Jorge? – Dijo mamá, algo enfadada.
Los silencios de papá también decían mucho.
- ¿No estoy este momento con vos, Jorge? ¿No te elegí a vos? ¿No hice lo que todos me decían que era lo correcto? ¿No renuncié a tu hermano el día que me casé con vos? ¿Qué más querés que haga?
El llanto de mamá me hacía sentir inútil, un error, la afirmación de algo que no tenía que haber sido.
Papá se dio cuenta que había empujado demasiado. Escuchando detrás de la puerta, me di cuenta que ahora él la abrazaba y que pronto comenzarían los gemidos y los suspiros entrecortados.
Bajé las escaleras, con sigilo, y fui hasta la habitación de Tío Alberto.
La oscuridad era suave y esponjosa. Yo nunca le tuve miedo.
Tío Alberto dormía, tranquilo.
Pensé que, a pesar de que yo todavía lo amaba, no podía permitir que siguiera destruyendo mi familia.
Lo estuve observando un buen rato, y luego me marché.
Al girarme, casi muero del susto.
Allí estaba parada Martita en el umbral, mirándome entre un velo de lágrimas.
- Tengo miedo. – Me dijo.
Así que subí y me acosté con ella, abrazándola, protegiéndola, y pensando de que demonios podía tener miedo alguien a quien ni siquiera sus propios padres le prestan atención.
III
Buenos Aires no es mágica. O por lo menos las personas que viven allí distan de parecer mágicos. Parecían apurados, siempre actuando como si el mundo fuera a acabarse en media hora. Pero el mundo, paciente, simplemente esperaba, y terminaba acabando con ellos.
Tío Alberto me mostró Plaza de Mayo, el Obelisco, y todas las idioteces que parecen importarles a los que llegan por primera vez a la gran ciudad.
No obstante, lo que yo quería ver, no se dejaba.
La gente.
El pueblo.
¿De qué se escondían?
¿Tenían miedo de que una conversación con un niño del campo les abriera la mente, les llegara al corazón?
No los entendía.
A varios que corrían, creo que en la calle Corrientes, les grité: ¡El mundo se los come igual!
Nadie me prestó atención.
En ese instante descubrí que en Buenos Aires, yo era Martita.
Así que continué el paseo indiferente, melancólicamente aburrido, pensando en mi hermanita abandonada a su suerte en la estancia, quizás perdida entre los malvones del jardín como yo estaba perdido entre la gente de este lugar.
Borges habló, y yo escuché.
Si bien mi niñez no permitía que entendiera ni la mitad de lo que había dicho, procuré recordar cada palabra, cada gesto, para descifrar todo cuando estuviera listo.
Y digo sin pudor que lo mismo hacía con sus libros.
Tío Alberto me llevó hasta una esquina y me dijo:
- Acá, con Jorge, conocimos a tu mamá.
Yo lo miré, sin ganas de decirle que me importaba un corno.
Entonces, sus ojos viajaron quince años atrás, y como un bobo quedó contemplando un viejo farol pintado de verde.
Me cansé de estar ahí parado intentando recordar algo de lo que nunca había sido parte, y le dije a mi tío.
- Vamos Tío, Martita me debe estar extrañando.
- ¿Quién?
- ¡Martita! – Dije, y expresé mi enfado abriendo bien mis grandes ojos marrones.
- Ah, sí. Martita. Vamos.
Me tomó del brazo y me llevó a su automóvil.
La tarde se apagaba en Buenos Aires, como una colilla de cigarrillo, y quizás allí vi un poco de magia. Al parecer, no me iba a ir sin reconciliarme con la ciudad.
Viéndola vencida por tanta noche, me di cuenta de su miedo y de su hipocresía. Era tan sólo una niña abandonada a su suerte en medio de la pampa. No voy a negarles que tuve momentos de piedad al ver como la ciudad se dormía.
Yo también me dormí, pero en el viaje de regreso.
Me desperté al olfatear la tranquilidad del aire llegando a la estancia.
Tío Alberto tarareaba algo, y me miraba por el rabillo del ojo.
Estabamos solos.
Si, es cierto, todo el viaje habíamos estado solos, pero... ¿cómo explicarlo?
¿Nunca sintieron el peligro de una conversación que se avecina?
¿Nunca se sintieron como colocados en una situación preparada de la que no hay forma de escapar?
Y la tormenta, como un mercader fingiendo ingenuidad, mostró su primer relámpago:
- Luquitas, ¿Te gustaría venir a vivir conmigo a Buenos Aires?
Si aún no estaba despierto, me desperté por completo.
- Ya estás en edad para ir a un colegio que te asegure un buen futuro, ¿sabés?, y a mi me encantaría que vivieras conmigo...
Dejo el deseo flotando como un cometa de papel suelto del que nadie quiere hacerse cargo.
- Yo...
Las palabras no me salían. Pensé en Martita, abandonada a su suerte como Buenos Aires, pero entre los malvones y las avispas.
- ¿Y mamá? – Pregunté.
Tío Alberto me miró, y me guiñó el ojo, como sellando un pacto. “Tenemos un secreto” decía ese guiño, y contuve la repulsión que me causaba ese estúpido misterio de jardín de infantes.
- Será cuestión de preguntarle. Pero creo que va a venir. El campo la aburre, y no te va a dejar solo Luquitas.
- ¡A vos no te quiere dejar solo! – Quise gritarle, pero de mi boca salió nada más que un silbido y una tos. No quería hablar más. El Desmembrador se había pasado del límite.
Me puso un brazo por el hombro, y me dijo:
- No hace falta que lo pienses tanto. Para vos es lo mejor. Y para tu mamá también.
Perfecto. Si Tío Alberto sabía como llegarme al corazón, yo ya había ideado como llegar al de él.
Las luces de la estancia brillaban en la noche como nunca las había visto brillar, como si fueran las luces de una ciudad mítica escondida para los ojos de los conquistadores.
Bajé corriendo del automóvil, mientras Tío Alberto saludaba efusivamente a mamá.
- ¿Y Martita? – Pregunté al pasar.
- No sé. – Dijo mamá, al parecer más contenta de ver a Tío Alberto que de verme a mí.
- ¡Andá a dormir que mañana viene a comer el comisario López con su familia y no te quiero desvelado! – Alcanzó a gritarme mamá.
El comisario López, al parecer, pasaba cada domingo en una estancia distinta. Era amarrete hasta para organizar un asado en su casa, el viejo.
Y era la figura que faltaba en el misterio que tenía preparado para el domingo.
Así que, sereno y convencido de algunas cosas, busqué a Martita, cenamos solos, y nos fuimos a dormir.
La noche me enseñó a ser paciente.
Y lo fui.

IV
El domingo era gris, como tienen que ser los domingos, hasta en el campo. La mañana trataba de desperezarse y hacerse mediodía, pero no lo conseguía.
Yo me levanté temprano, y fui a jugar con Martita al patio de tierra, hasta que vi llegar el automóvil de la familia López y sus hambrientos integrantes.
El comisario tenía tres hijos, el mayor, que se llamaba Juan, de mi edad y el resto como la de Martita, pero no eran una compañía agradable ya que eran unos completos idiotas que se entretenían jugando con barro, o poniéndose los brazos morados de tanto golpearse.
Después de los besos y saludos, después de los como anda y los bien y usté, nos fuimos con los chicos hasta el corral para molestar al peón que le daba de comer a los animales.
En el jardín de casa, el comisario y su gorda esposa tomaban un aperitivo(que no habían traído, por supuesto) con mis padres.
Tío Alberto dormía aún.
Era su costumbre dormir el domingo hasta que mamá le avisara que el almuerzo estaba listo, por lo que estaría dormido por lo menos media hora más.
Así que me acordé de algo y les dije a los chicos que me acompañaran hasta mi cuarto para buscar mi rifle de aire comprimido. No, no soy un niño violento, nada más lo tengo porque fue un regalo de Tío Alberto y... sí, quizás disfrute cuando le disparo a los ratones que andan por el techo del granero, pero eso no creo que me haga violento. La supervivencia del más fuerte, ¿no?, los ratones traen pestes y alguien tiene que acabarlos.
Al llegar hasta mi cuarto, los López comenzaron a revolver todo, pobres niños traviesos, entonces pensé que sería mejor quedarnos jugando dentro de la casa hasta que estuviera el almuerzo.
¡Los minutos pasaban tan lentamente!
Observar jugar a esos imbéciles era tan aburrido que creí que me dormiría sobre mi cama.
De repente, se oyó un grito agudo desde la habitación de mi Tío Alberto. Por lo que sé, debe haber sido más de sorpresa que de dolor.
Y entonces todos los niños corrimos hacia allí, la curiosidad es la telaraña más hábil para atrapar idiotas, yo lo sabía, y lo puse como el condimento final del misterio que tenía preparado.
Llegamos allí, ya estaban mis padres y los López, y el comisario empujaba la puerta intentando forzarla, mientras mamá a los gritos le pedía por favor a Alberto que le dijera que le pasaba, que le pasaba, que le pasaba...
El comisario López acabo por tirar la puerta abajo, y entramos todos en tropel a la habitación para ver porque Tío Alberto había gritado de esa forma.
Tío Alberto dormía en su cama.
Y un cuchillo enorme le nacía del pecho.
Mamá empezó a gritar, la gorda comenzó a gritar, papá se puso lívido y comenzó a gritar también, los niños gritaron, todo como si fuera un maldito concurso de pánico, pero yo no grité.
Me giré, y la vi a Martita, al lado de la puerta, gritando, llorando, echando llamas por los flancos, y fui hasta allí, la abracé, y la llevé a su cuarto.
El resto de la policía local(un agente de apellido Miranda) llegó casi a la hora, con un forense y alguien que había venido desde Buenos Aires.
Entrevistaron a todos, inclusive a mi, niño no te pongas nervioso son algunas preguntas nada más y podés irte a jugar, y su frustración se tradujo en inquietud y supersticiones propia de esos lugares.
Escuché una conversación:
- No puede ser comisario. Las ventanas estaban cerradas por dentro, y con los cerrojos echados.
- Registré todo Miranda. Allí no había nadie. Es un caso de esos... ¿cómo se llaman?
- De habitación cerrada. – Dije, desde arriba de la escalera.
López me miró, y bajo la vista al suelo. Yo había entrado con él al cuarto, había estado jugando con sus niños, y no había nada de que sospechar.
Era el misterio perfecto.
- Este lugar está maldito – dijo López, más por decir algo que por certezas, y se marchó cuando caía la tarde.
Yo, allí sentado en la escalera, pensé en mamá, sedada durmiendo en los brazos de papá.
Y pensé en Martita, la pobre, olvidada Martita, esperando escondida detrás de la puerta que todos entremos al cuarto del Tío Alberto, para en un segundo integrarse al grupo que gritaba en el rellano, en la pobre Martita a la que nadie le prestaba atención, ni siquiera después de matar a un hombre, y que gracias a su maldición, y a mi plan, había acabado con el Desmembrador, y salvado a mi familia.



2005

Bienvenidos a mi blog!!

Hola a todos los que cayeron por casualidad a este lugar, y hola a los que me visitan porque me conocen. Después de años de buscar publicar en papel, opté por este método más rápido de exposición de mi obra. Por favor, espero los comentarios, el "feedback" de quienes los lean, y me regalen un poco de su tiempo. Prometo que no se van a aburrir.